¿Cuáles son las implicaciones morales de que la humanidad se extinga?

¿Por qué sería tan malo que nuestra especie llegara a su fin? Es una pregunta que revela nuestros valores latentes y nuestros miedos ocultos

Es un signo ominoso de los tiempos que la extinción humana sea un tema de debate cada vez más frecuente. Si buscas “extinción humana” en el Visor de Ngramas de Google, que traza la frecuencia de las palabras en el vasto corpus de libros digitalizados de Google, verás que rara vez se menciona antes de la década de 1930. Esto cambia ligeramente tras la Segunda Guerra Mundial -el comienzo de la Era Atómica- y luego hay un repentino repunte en los años 80, cuando aumentaron las tensiones de la Guerra Fría, seguido de un declive cuando la Guerra Fría llegó a su fin. Sin embargo, desde la década de 2000, la frecuencia del término ha aumentado bruscamente, quizás de forma exponencial.

Sin duda, esto se debe a la creciente concienciación sobre la crisis climática, así como a los diversos peligros que plantean las tecnologías emergentes, desde la edición genética a la inteligencia artificial. La carrera de obstáculos de peligros existenciales que tenemos ante nosotros parece ampliarse y, de hecho, muchos estudiosos han afirmado que, según cita Noam Chomsky, el riesgo global de extinción en este siglo “no tiene precedentes en la historia del Homo sapiens“. Del mismo modo, Stephen Hawking declaró en 2016 que “nos encontramos en el momento más peligroso del desarrollo de la humanidad”. Mientras tanto, el Reloj del Juicio Final, mantenido por el venerable Boletín de los Científicos Atómicos, muestra actualmente que sólo faltan 90 segundos para la medianoche, o sea, la perdición, lo más cerca que ha estado nunca desde que se creó este reloj en 1947. La gravedad de nuestra situación también es ampliamente reconocida por el público en general, con una encuesta según la cual un 24% de la población de Estados Unidos, el Reino Unido, Canadá y Australia “calificaron el riesgo de extinción humana” en los próximos 100 años “en un 50 por ciento o más”.

Pero y qué si nos aniquilan? ¿Qué importa que el Homo sapiens ya no exista? Lo sorprendente es que, a pesar de haber adquirido la capacidad de aniquilarnos en la década de 1950, cuando se inventaron las armas termonucleares, muy pocos filósofos occidentales han prestado mucha atención a la ética de la extinción humana. ¿Sería mala la extinción de nuestra especie, o sería de algún modo buena, o simplemente neutra? ¿Sería moralmente malo, o quizás moralmente correcto, provocar o permitir que se produjera nuestra extinción? ¿Qué argumentos podrían apoyar una respuesta afirmativa o negativa?

Testas son sólo algunas de las preguntas que ubico dentro de un campo llamado “ética existencial”, que, como se ha señalado, ha sido ignorado en gran medida por la comunidad filosófica. Esto es una verdadera lástima por varias razones: en primer lugar, aunque no pienses que nuestra extinción sea probable este siglo, reflexionar sobre las cuestiones anteriores puede aportar claridad a un amplio abanico de cuestiones filosóficas. El hecho es que la ética existencial toca algunas de las cuestiones más fundamentales sobre el valor, el significado, la ética y la existencia, lo que hace que meditar sobre por qué podría -o no- merecer la pena salvar nuestra especie sea un ejercicio muy útil. En segundo lugar, si estás de acuerdo con Chomsky, Hawking y el Boletín de los Científicos Atómicos en que nuestra extinción es más probable ahora que en siglos pasados, ¿no deberíamos querer saber si, y por qué, caer en la tumba eterna sería correcto o incorrecto, bueno o malo, mejor o peor? Aquí estamos, a centímetros del precipicio, tentando el mismo destino que se tragó a los dinosaurios y al dodo, sin que casi nadie piense seriamente en las implicaciones éticas de esta posibilidad. Sin duda, ésta es una situación que no sólo deberíamos rectificar, sino hacerlo con un cierto grado de urgencia moral, o eso es lo que yo argumentaría.

Esto apunta a otra cuestión: ¿por qué exactamente se ha descuidado tanto la ética existencial? ¿Por qué ha languidecido en una relativa oscuridad mientras otros muchos campos -la ética de las máquinas, la ética empresarial, la ética animal, la bioética, etc.- se han convertido en florecientes áreas de investigación en las últimas décadas? Una explicación es que, en general, los filósofos no han sabido apreciar lo rico y complicado que es el tema. Por ejemplo, la pregunta “¿Sería mala la extinción humana?” parece simple y directa, pero esconde un tesoro de fascinante complejidad. Considera que “humano” y “extinción” pueden definirse de muchas formas distintas, igualmente legítimas.

La mayoría de la gente equipara intuitivamente “humano” con nuestra especie, Homo sapiens, aunque los estudiosos a veces utilizan la palabra para referirse a “Homo sapiens y cualquier descendiente que podamos tener”. Según esta última definición, el Homo sapiens podría desaparecer por completo y para siempre sin que se hubiera producido la extinción humana. De hecho, una forma de “extinguirse” sería evolucionar hacia una nueva especie posthumana, algo que ocurrirá inevitablemente en el próximo millón de años aunque sólo sea por la evolución darwiniana. ¿Sería esto malo? O podríamos “extinguirnos” sustituyéndonos por, digamos, una población de máquinas inteligentes. Algunos verían esto como un resultado distópico, aunque otros han argumentado recientemente que deberíamos desear que ocurriera. En su libro Mind Children (1988), el informático Hans Moravec, por ejemplo, no sólo considera deseable este tipo de extinción, sino que espera provocarla activamente. Así, sostiene que la extinción del Homo sapiens constituiría una gran tragedia – a menos que coincidiera con la creación de sustitutos maquínicos, en cuyo caso sería muy buena.

¿Sería malo que un niño muriera prematuramente? ¿Y para un anciano o alguien de mediana edad?

Según mis cálculos, hay al menos seis tipos distintos de extinción que son relevantes para la ética existencial, aunque para nuestros fines podemos centrarnos en lo que yo llamo la “concepción prototípica”, por la que el Homo sapiens desaparece por completo y para siempre sin dejar ningún sucesor. En otras palabras, nuestra extinción marca un final completo y definitivo de la historia humana, por eso la denomino extinción humana “final”.

Así pues, éste es un cúmulo de complejidad oculto tras lo que parece ser una pregunta sencilla: ¿sería mala la extinción humana? Cuando alguien te pregunte esto, lo primero que deberías hacer es responder: ¿qué entiendes por “humano”? ¿Y de qué tipo de “extinción” estás hablando? Una vez que tengas claras estas cuestiones, hay una segunda complicación por la que navegar. Considera lo siguiente, que no es una pregunta capciosa: ¿sería malo que un niño muriera prematuramente? ¿Y una persona mayor, o alguien en la madurez de la vida? ¿Sería malo que sus muertes fueran precedidas de mucho sufrimiento físico, ansiedad o miedo? Supongo que habrás respondido “¡Sí, obviamente!” a estas preguntas. Si es así, entonces tendrás que creer que la extinción humana sería muy mala si estuviera causada por una catástrofe mundial. En efecto, puesto que una catástrofe causante de la extinción mataría literalmente a todos los habitantes de la Tierra, sería la peor catástrofe posible. No hay catástrofe con mayor número de muertos. Esto está tan ampliamente aceptado -sólo la persona más sádica y macabra lo rechazaría- que yo lo llamo la “visión por defecto”. ¿Estamos todos de acuerdo, entonces, en que la extinción sería mala? ¿No queda nada más que decir?

¡Difícilmente! Pero para ver lo que queda, es crucial distinguir entre dos aspectos de la extinción: en primer lugar, está el proceso o acontecimiento de Extinguirse y, en segundo lugar, está el estado o condición de Extinguirse. Podrías establecer una analogía aproximada con la muerte individual: muchos amigos me dicen que no tienen miedo de morir; al fin y al cabo, ya no estarán para preocuparse por el mundo, para sufrir o incluso para experimentar FOMO (miedo a perderse algo). Sin embargo, les aterroriza el dolor que puede conllevar la muerte. Tienen miedo de lo que podría llevarles a la muerte, pero no de su posterior inexistencia. La cuestión es que hay dos características de la extinción que se podrían identificar como fuentes de su maldad: quizá la extinción sea mala por cómo se desarrolla el hecho de Extinguirse, o quizá haya algo en el hecho de Extinguirse que también contribuya a su maldad. Casi todo el mundo -excepto los sádicos y los morbosos- estará de acuerdo en que, si Extinguirse implica una catástrofe, entonces nuestra extinción sería muy mala en este sentido. De hecho, esto es más o menos trivialmente cierto, dado que la definición de “catástrofe” es, citando el diccionario Merriam-Webster, “un acontecimiento trágico trascendental que va desde la desgracia extrema hasta el derrocamiento o la ruina absolutos”. Sin embargo, existe una extraordinaria variedad de posturas que van mucho más allá de esta simple idea ampliamente aceptada.

For ejemplo, imagina un escenario en el que todas las personas del mundo deciden no tener hijos. En los próximos 100 años más o menos, la población humana se reduce gradualmente a cero y nuestra especie deja de existir, no por una catástrofe violenta, sino por las acciones libremente elegidas de todos los habitantes del planeta. ¿Sería esto malo? ¿Habría algo malo en nuestra extinción aunque el hecho de extinguirnos fuera completamente voluntario, no acortara la vida de nadie y no introdujera ningún sufrimiento adicional?

Algunos filósofos responderían a gritos: “Sí, porque ser extinguido tiene algo de malo, independientemente de cómo se produzca la extinción”. Al defender esta postura, tales filósofos señalarían alguna pérdida adicional asociada a Extinguirse, algún coste de oportunidad derivado de que nuestra especie ya no exista. ¿Cuáles podrían ser estas pérdidas adicionales, o costes de oportunidad? En su libro Razones y Personas (1984), el teórico moral Derek Parfit propuso dos respuestas: por un lado, Extinguirse impediría que existiera felicidad humana en el futuro y, dado que la Tierra seguirá siendo habitable durante otros ~1.000 millones de años, la cantidad total de felicidad futura podría ser enorme. Toda esta felicidad se perdería si la humanidad dejara de existir, aunque la causa fuera voluntaria e inofensiva. Eso sería malo. Por otra parte, el futuro podría ser testigo de desarrollos extraordinarios en la ciencia, las artes e incluso la moralidad y, puesto que Extinguirse impediría tales desarrollos, sería -una vez más- malo, independientemente de cómo se desarrollara Extinguirse. Esto llevó a Parfit a declarar que la eliminación de la humanidad, ocurriera como ocurriera, “sería con mucho el mayor de todos los crímenes concebibles”, una idea articulada por primera vez, utilizando casi exactamente las mismas palabras, por el utilitarista Henry Sidgwick en Los Métodos de Etica (1874).

Lo clasifico como el “punto de vista de las pérdidas ulteriores” por la razón obvia de que se basa en la idea de las pérdidas ulteriores derivadas de nuestra inexistencia. Muchos filósofos contemporáneos están del lado de Parfit, incluidos los defensores de un marco ético denominado longtermismo, promovido recientemente por el filósofo de Oxford William MacAskill en su libro Lo que debemos al futuro (2022). De hecho, los partidarios del largo plazo no sólo consideran que Extinguirse es una de las fuentes de lo malo de la extinción, sino que la mayoría sostendría que Extinguirse es el peor aspecto de nuestra extinción con mucha diferencia. Es decir, incluso si Extinguirse implicara horrendas cantidades de sufrimiento, dolor, angustia y muerte, estos daños quedarían totalmente empequeñecidos por la pérdida adicional de toda felicidad y progreso futuros. He aquí cómo los filósofos Nick Beckstead, Peter Singer y Matt Wage (el primero de los cuales sentó las bases del largoplacismo) expresan la idea en su artículo “Prevenir la extinción humana” (2013):

Una cosa muy mala de la extinción humana sería que miles de millones de personas probablemente morirían de forma dolorosa. Pero, en nuestra opinión, esto no es, ni de lejos, lo peor de la extinción humana. Lo peor de la extinción humana es que no habría generaciones futuras.

Otros filósofos -entre los que me incluyo- rechazan este punto de vista de las pérdidas futuras. Argumentamos que no puede haber nada malo en Extinguirse porque no habría nadie alrededor para experimentar esta maldad. Y si no hay nadie que sufra la pérdida de felicidad y progreso futuros, entonces la extinción no perjudica a nadie. Citando el magistral libro de Jonathan Schell El destino de la Tierra (1982): ‘aunque la extinción podría parecer la mayor desgracia que podría sufrir la humanidad, no parece ocurrirle a nadie’. La razón es que ‘nosotros, los vivos, no la sufriremos; estaremos muertos. Los no nacidos tampoco derramarán lágrimas por haber perdido la oportunidad de existir; para ello tendrían que existir ya’. Del mismo modo, la filósofa Elizabeth Finneron-Burns se pregunta: “Si no existe ninguna forma de vida inteligente en el futuro, ¿quién habría para lamentar su pérdida?”

Si Extinguirse implica una catástrofe, es evidente que la extinción sería mala

Llamo a esto el “punto de vista de la equivalencia”, porque afirma que lo malo o incorrecto de la extinción se reduce enteramente a lo malo o incorrecto de Extinguirse. Esto significa que, si no hay nada malo o incorrecto en Extinguirse, entonces no hay nada malo o incorrecto en la extinción, y punto. Aplicando esto a la hipótesis mencionada anteriormente, puesto que no hay nada malo o incorrecto en que la gente no tenga hijos, no habría nada malo o incorrecto en nuestra extinción si la causa fuera que todo el mundo eligiera no tener hijos. La respuesta que se da a “¿Sería mala nuestra extinción?” es equivalente a la respuesta que se da a “¿Sería mala tal o cual forma de extinguirse ?

Hay algunas similitudes y diferencias importantes entre los puntos de vista de la pérdida ulterior y de la equivalencia. Ambas aceptan el punto de vista por defecto, por supuesto, aunque divergen de forma crucial sobre si el punto de vista por defecto dice todo lo que hay que decir sobre la extinción. Los filósofos como yo creemos que la visión por defecto es toda la historia sobre por qué la extinción sería mala o incorrecta. Si Extinguirse implica una catástrofe, es obvio que la extinción sería mala, ya que una catástrofe causante de extinción “conllevaría una mortalidad máxima, probablemente precedida de un sufrimiento humano sin precedentes”, según quote la filósofa Karin Kuhlemann, que (junto con Finneron-Burns y yo misma) acepta el punto de vista de la equivalencia. Pero si Extinguirse no causa mucho sufrimiento y muerte, si ocurre por algún medio pacífico y voluntario, entonces la extinción no sería mala ni incorrecta. Los que aceptan un punto de vista de mayor pérdida discreparán enérgicamente: afirman que, si Extinguirse conlleva sufrimiento y muerte, esto sería una fuente de la maldad de la extinción. Pero no sería la única fuente, ni siquiera la mayor: el estado posterior de Extinguirse también sería muy malo, debido a todas las pérdidas adicionales que conlleva.

Hay otro experimento mental que ayuda a poner en primer plano el principal desacuerdo entre estas posturas. Imagina dos mundos, A y B. Digamos que el mundo A contiene 11.000 millones de personas y el mundo B contiene 10.000 millones. Ahora, un terrible desastre sacude ambos mundos, matando exactamente a 10.000 millones en cada uno. Podemos hacernos dos preguntas sobre lo que ocurre aquí. La primera es bastante sencilla: ¿cuántos sucesos ocurren en el mundo A frente al mundo B? La mayoría estará de acuerdo en que, en el nivel más alto de abstracción en el mundo A ocurre un acontecimiento -la pérdida de 10.000 millones de personas en una catástrofe repentina- mientras que en el mundo B ocurren dos acontecimientos -la pérdida de 10.000 millones de personas más la extinción de la humanidad, ya que la población total era de 10.000 millones. Esa es la primera cuestión. La segunda es si este acontecimiento adicional en el mundo B -la extinción de la humanidad- es moralmente relevante. ¿Importa? ¿De alguna manera hace que el desastre del mundo B sea peor que el desastre del mundo A? Si un maníaco homicida llamado Joe causa ambos desastres, ¿hace algo extra-incorrecto en el mundo B?


Si aceptas el punto de vista de la pérdida adicional, dirás: “Por supuesto, la catástrofe en el mundo B es mucho peor y, por tanto, Joe hizo algo muy malo en B en comparación con A.” Pero si aceptas el punto de vista de la equivalencia, dirás: “No, la maldad o injusticia de estas catástrofes es idéntica. El hecho de que la catástrofe provoque nuestra extinción en el mundo B es irrelevante, porque Estar Extinto no es en sí mismo una fuente de maldad’. La intrigante implicación de esta respuesta es que, según los puntos de vista de equivalencia, la extinción humana no presenta un problema moral único. No hay nada especial en la extinción en sí misma: no introduce un enigma moral distinto; la maldad o incorrección de la extinción es totalmente reducible a cómo ocurre, más allá de lo cual no hay nada más que decir. Puesto que Extinguirse no es malo, la cuestión de si nuestra extinción es mala depende totalmente de los detalles de Extinguirse. Los defensores del punto de vista de la pérdida ulterior dirán, por supuesto, en respuesta, que esto está profundamente equivocado: la extinción sí plantea un problema moral único. ¿Por qué? Precisamente porque conllevaría algunas pérdidas adicionales: cosas de valor, quizá inmenso valor, que no se perderían para siempre si nuestra especie siguiera existiendo, como la felicidad y el progreso futuros (aunque hay muchas otras pérdidas adicionales que se podrían señalar, que no discutiremos aquí). Para ellos, evaluar lo malo o incorrecto de la extinción requiere examinar tanto los detalles de extinguirse como las diversas pérdidas que implicaría extinguirse.

Wa estas alturas estamos empezando a ver el panorama, las distintas posturas que se podrían adoptar dentro de la ética existencial. Pero hay otra opción que todavía no hemos tocado: mientras que las posturas de mayor pérdida dicen que Extinguirse es malo, y las posturas de equivalencia afirman que Extinguirse no es malo, también podrías pensar, por una razón u otra, que Extinguirse sería menos malo, o quizá incluso positivamente bueno. Esto apunta a una tercera familia de opiniones que yo llamo opiniones proextincionistas, que un sorprendente número de filósofos han aceptado. De entrada, es importante dejar clara esta postura: prácticamente todos los proextincionistas aceptan el punto de vista por defecto. Estarían de acuerdo en que un final catastrófico de la humanidad sería horrible y trágico, y que deberíamos intentar evitarlo. Ninguna persona en su sano juicio querría que murieran miles de millones de personas. Sin embargo, los proextincionistas añadirían que el resultado de Estar Extinto sería, no obstante, mejor que Estar Existente, es decir, seguir existiendo. ¿Por qué? Hay muchas respuestas posibles. Una es que, al dejar de existir, evitaríamos que también existiera el sufrimiento humano futuro, lo que sería menos malo, o más bueno, que nuestra situación actual. Hay varias formas de pensar en esto.

La primera se refiere a la posibilidad de que el futuro contenga enormes cantidades de sufrimiento humano. Según el cosmólogo Carl Sagan -que defendió en sus escritos una visión de mayor pérdida-, si la humanidad sobrevive otros 10 millones de años en la Tierra, habrá podrían llegar a existir unos 500 billones de personas. Este número es mucho mayor si colonizamos el espacio: el filósofo Nick Bostrom en 2003 puso la cifra en 1023 (es un 1 seguido de 23 ceros) humanos biológicos por siglo dentro del Supercúmulo de Virgo, una gran aglomeración de galaxias que incluye nuestra Vía Láctea, aunque el número aumenta a 1038 si incluimos a las personas digitales que viven en simulaciones informáticas de realidad virtual. Un análisis numérico posterior en el libro de Bostrom Superinteligencia (2014) descubrió que podrían existir unas 1058 personas digitales en el Universo en su conjunto. Lo que motivó estos cálculos de Sagan y otros fue la opinión de que la inexistencia de todas estas personas futuras, y por tanto de todo el valor que podrían haber creado, es un importante coste de oportunidad de Estar Extinto. Sin embargo, se podría dar la vuelta a esto y argumentar que, aunque estas personas futuras tengan vidas que en general merezcan la pena, el sufrimiento que experimentarán inevitablemente en el transcurso de estas vidas podría seguir siendo, en términos absolutos, muy grande. Sin embargo, si nos extinguimos, ninguno de estos sufrimientos existirá.

La segunda consideración se basa en la idea, que me parece muy plausible, de que existen algunos tipos de sufrimiento que ninguna cantidad de felicidad podría contrarrestar. Imagina, por ejemplo, que tienes que someterte a una dolorosa intervención quirúrgica que te dejará postrado en cama durante un mes. Te sometes a la operación y, tras recuperarte, vives otros 50 años muy felices. Puede que la operación y el proceso de recuperación hayan sido terribles, algo que no querrías revivir, pero aun así dirías que “mereció la pena”. En otras palabras, las décadas de felicidad que experimentaste tras la operación contrarrestaron el dolor que tuviste que soportar. Pero considera ahora algunas de las peores cosas que ocurren en el mundo: abusos a niños; genocidios, limpiezas étnicas, masacres; personas torturadas en las cárceles, etc. Pregúntate si hay alguna cantidad de felicidad que pueda hacer que estas cosas “merezcan la pena”. ¿Existe algún cúmulo de bondad lo suficientemente grande como para contrarrestar tales atrocidades? Si piensas en horrores históricos concretos, puede que la pregunta te resulte totalmente ofensiva: “No, por supuesto que ese genocidio no puede contrarrestarse de algún modo con mucha felicidad experimentada por otras personas en otros lugares”. Así que, según el argumento, dado que seguir existiendo conlleva el riesgo de que se cometan atrocidades similares en el futuro, sería mejor que no existiéramos en absoluto. No merece la pena jugarse las cosas buenas de la vida con las malas.

Si crees que Ser Extinto es mejor que Ser Existente, ¿cómo deberíamos conseguirlo realmente?

Por consideraciones como éstas es por lo que los proextincionistas argumentarán que el escenario del mundo B anterior es en realidad preferible al escenario del mundo A. Esto es lo que podrían decir al respecto: “Mira, no hay duda de que el desastre del mundo B es terrible. Es absolutamente desgraciado que murieran 10.000 millones de personas. Lo digo inequívocamente porque, como todo el mundo, ¡acepto el punto de vista por defecto! Sin embargo, precisamente por la misma razón por la que creo que este desastre es muy malo, también sostengo que el segundo acontecimiento del mundo B -la extinción de la humanidad- hace que este escenario sea mejor que el escenario de A, ya que significaría que no habría más sufrimiento futuro. Al menos, el desastre del mundo B tiene un lado positivo, a diferencia del mundo A, donde 10.000 millones mueren y sufrirán las personas del futuro.”

El principal problema práctico para el proextincionismo es cómo llegar de aquí hasta allí: si crees que Extinguirse es mejor que Existir, ¿cómo podemos conseguirlo? Hay tres opciones principales en el menú: antinatalismo, por el que suficientes personas de todo el mundo dejan de tener hijos para que la humanidad se extinga; pro-mortalismo, por el que suficientes personas se suicidan para que esto ocurra; y omnicidio, por el que alguien, o algún grupo, se encarga de matar a todos los habitantes de la Tierra. (La palabra “omnicidio” fue definida en 1959 por el crítico teatral Kenneth Tynan como “el asesinato de todo el mundo”, aunque, curiosamente, una empresa química la había registrado antes como nombre de uno de sus insecticidas).

Un número muy reducido de proextincionistas han abogado por el omnicidio, en su mayoría extremistas ecologistas marginales que ven a la humanidad como un “cáncer” en la biosfera que debe ser extirpado. ¡Esto se defendió en un artículo del Earth First! Journal titulado “Se buscan eco-kamikazes” (1989) y posteriormente apoyado por un grupo llamado Frente de Liberación de Gaia. Pero el omnicidio también parece ser una implicación del “utilitarismo negativo”, una teoría ética que, en su forma más fuerte, afirma que lo único que importa es la reducción del sufrimiento. Como señaló en 1958 el filósofo R N Smart , esto significa que uno debería convertirse en un explotador benévolo del mundo que destruye la humanidad para eliminar todo sufrimiento humano, lo que Smart describió como claramente malvado. Sin embargo, el filósofo de Oxford Roger Crisp (que no es un utilitarista negativo) recientemente sostuvo que si descubrieras un enorme asteroide dirigiéndose hacia la Tierra, y si pudieras hacer algo para redirigirlo, deberías considerar seriamente dejar que se estrellara contra nuestro planeta, suponiendo que mataría a todo el mundo inmediatamente. Esto sería, en efecto, omnicidio por inacción y no por acción, aunque Crisp nunca dice que debas hacerlo definitivamente, sólo que deberías pensártelo muy bien, dado que Estar Extinto “podría” ser “bueno”, una conclusión provisional basada en la posibilidad de que cierto sufrimiento no pueda ser contrarrestado por ninguna cantidad de felicidad.

Otros proextincionistas han defendido tanto el antinatalismo como el pro-mortalismo. Un ejemplo es el pesimista alemán del siglo XIX Philipp Mainländer, que sostenía que no sólo debíamos abstenernos de procrear, sino que nunca debíamos tener relaciones sexuales; en otras palabras, todos debíamos permanecer vírgenes. También apoyaba el suicidio y, de hecho, poco después de recibir los primeros ejemplares del Volumen I de su obra magna La Filosofía de la Redención (1876), los colocó en el suelo, se puso encima de ellos, se bajó y se ahorcó. Sólo tenía 34 años, y no fue la única persona de su familia que se suicidó: su hermano mayor y su hermana también lo hicieron.

La mayoría de los partidarios de la extinción se oponen a ella.

La mayoría de los proextincionistas, sin embargo, han sostenido que la única vía moralmente aceptable hacia la extinción es el antinatalismo: negarse a tener hijos. El defensor más conocido de esta postura en la actualidad es David Benatar, que argumenta en su libro Mejor no haber existido nunca (2006) que nuestra inexistencia colectiva sería positivamente buena, ya que significaría la ausencia de sufrimiento, y la ausencia de sufrimiento es buena. Por otro lado, señala que aunque Estar Extinto conllevaría la pérdida de felicidad futura, esto no sería malo porque no habría nadie para sufrir tal pérdida. Por tanto, Estar Extinto corresponde a una situación buena (sin sufrimiento) y no mala (sin felicidad), que contrasta con nuestro estado actual, Estar Extendido, que implica la presencia tanto de felicidad (buena) como de sufrimiento (mala). Concluye que, puesto que una situación buena/no mala es obviamente mejor que una situación buena/mala, deberíamos esforzarnos por lograr nuestra extinción, permaneciendo sin hijos.

Mmi propia opinión es una complicada mezcla de estas consideraciones, que empujan y tiran en direcciones diametralmente opuestas. Lo primero que destacaría es que nuestras mentes están totalmente mal equipadas para comprender lo terrible que sería la extinción si fuera causada por una catástrofe. En un fascinante documento de 1962, el filósofo alemán Günther Anders declaró que, con la invención de las armas nucleares, nos convertimos en “utopistas invertidos”. Mientras que “los utopistas ordinarios son incapaces de producir realmente lo que son capaces de visualizar, nosotros somos incapaces de visualizar lo que realmente estamos produciendo”, es decir, la posibilidad de autoaniquilación. Es decir, existe un enorme abismo -él lo denominó la “brecha prometeica”- entre nuestra capacidad para destruirnos a nosotros mismos y nuestra capacidad para sentir, comprender e imaginar la verdadera enormidad de la extinción catastrófica. Esto encaja con un fenómeno cognitivo-emocional llamado “adormecimiento psíquico”, que el psicólogo Paul Slovic describe como la

incapacidad para apreciar las pérdidas de vidas a medida que se hacen más grandes. La importancia de salvar una vida es grande cuando es la primera, o la única, vida salvada, pero disminuye marginalmente a medida que aumenta el número total de vidas salvadas. Así pues, psicológicamente, la importancia de salvar una vida disminuye en el contexto de una amenaza mayor: probablemente no “sentiremos” mucha diferencia, ni valoraremos la diferencia, entre salvar 87 vidas y salvar 88, si estas perspectivas se nos presentan por separado.

Imagina ahora que la cifra no es de 87 u 88 muertes, sino de 8.000 millones, la población humana total de la Tierra en la actualidad. Como dice un artículo del Washington Post de 1947 en el que se cita a José Stalin, “si un solo hombre muere de hambre, es una tragedia. Si mueren millones, es sólo estadística”, que a menudo se trunca en: ‘Una sola muerte es una tragedia, un millón de muertes son una estadística’. La cuestión es que una catástrofe causante de la extinción sería horrenda hasta un punto que nuestras mentes enclenques no pueden ni siquiera empezar a comprender, ni intelectual ni emocionalmente, aunque el simple hecho de comprender este hecho puede ayudarnos a calibrar mejor las evaluaciones de su maldad, compensando esta deficiencia. En mi opinión, la terribilidad de tales catástrofes -acontecimientos con el mayor número posible de muertos- es razón más que suficiente para dar prioridad, como especie, a los proyectos destinados a reducir ese riesgo. La visión por defecto sobre Extinguirse es aún más profunda, y sus implicaciones aún más convincentes, de lo que se podría creer en un principio.

Pero también creo que el riesgo de extinción es más grave de lo que se cree.

Pero también creo que Extinguirse sería lamentable por muchas razones. Como escribió Mary Shelley en su novela El Último Hombre (1826) -uno de los primeros libros en abordar las cuestiones centrales de la ética existencial-, sin la humanidad ya no habría poesía, filosofía, pintura, música, teatro, risa, conocimiento ni ciencia, y eso sería muy triste. Siento la atracción de este sentimiento, y me siento especialmente conmovido por el hecho de que nuestra extinción llevaría a la empresa transgeneracional de la comprensión científica a un punto muerto. Sería una pena monumental que la humanidad hubiera surgido a la existencia, mirado el Universo con perplejidad y asombro, reflexionado sobre la pregunta leibniziana de por qué hay algo en lugar de nada, y luego se hubiera desvanecido en el olvido antes de conocer la respuesta. Tal vez la respuesta sea incognoscible, pero incluso descubrir este hecho podría proporcionar cierto grado de satisfacción intelectual y cierre psicológico, un momento “ah-ha” que alivie y reivindique la frustración previa de cada uno.

No habría más amor, pero tampoco habría más desamor

Esta es una versión de lo que se denomina “argumento de los asuntos pendientes” y, aunque a mucha gente no le convence, a mí sí. Sin embargo, no lo considero una postura específicamente moral, sino que lo clasificaría como un punto de vista no moral de pérdida ulterior. Esto es importante porque normalmente consideramos que las afirmaciones morales tienen mucha más fuerza que las no morales. Hay una gran diferencia entre decir “No deberías comer helado de chocolate porque el de vainilla es mejor” y “No deberías ahogar gatitos en la bañera por diversión”. La primera expresa una mera preferencia estética y, por tanto, tiene mucho menos peso que la segunda, que expresa una proposición moral. Así pues, el argumento del asunto inacabado que acepto no tiene mucho peso. Otras consideraciones -especialmente morales- podrían anular fácilmente esta preferencia personal mía.

Esto nos lleva directamente a la cuestión de si Estar Extinto podría ser, de algún modo moralmente relevante, mejor que Estar Existente. Aquí simpatizo con los sentimientos del proextincionismo. Aunque Estar Extinto significaría que no habría más experiencias felices en el futuro, ni más poesía, pintura, música y risas, también garantizaría la ausencia de las peores atrocidades imaginables: abusos a menores, genocidios y cosas por el estilo. No habría más amor, pero tampoco habría más desamor, y sospecho que muchos estarían de acuerdo, tras reflexionar, en que el desamor puede doler más que lo bien que sienta el amor. También es totalmente posible que los avances científicos y tecnológicos hagan factibles nuevas formas indescriptibles de sufrimiento. Imagina un mundo en el que las tecnologías radicales de prolongación de la vida permitan a los estados totalitarios mantener a la gente viva en cámaras de tortura durante periodos de tiempo indefinidamente largos, quizá cientos o miles de años. ¿Merece la pena arriesgarse a semejante agonía y angustia por seguir existiendo? Los que responden “sí” se encuentran en la incómoda situación de afirmar que la tortura, el maltrato infantil, el genocidio, etc. “merecen la pena” por las cosas buenas que pueden llegar a existir junto a ellos.

Las consideraciones derivadas de nuestro impacto en el mundo natural y de la forma en que tratamos a nuestros congéneres en la Tierra también apoyan el punto de vista proextincionista. ¿Quién puede negar que la humanidad ha sido una fuerza de gran maldad al arrasar ecosistemas, arrasar bosques, envenenar la vida salvaje, contaminar los océanos, cazar especies hasta la extinción y atormentar a los animales domesticados en granjas industriales? Sin la humanidad, no habría más males causados por la humanidad, y seguramente eso sería muy bueno.

Entonces, ¿dónde nos deja esto? Me inclino a estar de acuerdo con el filósofo Todd May, que argumentó en The New York Times en 2018 que la extinción humana sería una mezcla de cosas. Rechazo los puntos de vista de mayor pérdida de Parfit y los longtermistas, y acepto el punto de vista de la equivalencia sobre la maldad de la extinción. Pero también simpatizo con aspectos del proextincionismo: considerándolo todo, es difícil evitar la conclusión de que Extinguirse podría ser, en conjunto, positivo, aunque me entristecería que la empresa de revelar los arcanos del cosmos quedara inconclusa para siempre. (Sin embargo, la tristeza en este caso no es de tipo moral: es el mismo tipo de tristeza que sentiría si mi equipo deportivo favorito perdiera el campeonato.

Dicho esto, los horrores de extinguirse en una catástrofe global son tan enormes que nosotros, como utopistas invertidos psíquicamente entumecidos, deberíamos hacer todo lo que esté en nuestra mano para reducir la probabilidad de que esto ocurra. En mi opinión, la única ruta moralmente permisible para pasar de Ser Extante a Ser Extinto sería el antinatalismo voluntario, aunque, como han señalado muchos antinatalistas -como Benatar-, la probabilidad de que todo el mundo en el planeta decida no tener hijos es aproximadamente cero. El resultado es un aprieto bastante desafortunado en el que los que están de acuerdo conmigo se quedan lamentando anticipadamente todo el sufrimiento y la pena, los terrores y los tormentos que esperan a la humanidad en el camino que tenemos por delante, mientras trabajan simultáneamente para garantizar nuestra supervivencia continuada, ya que las formas más probables de extinguirnos implicarían, con diferencia, catástrofes horribles con el mayor número de cadáveres posible. El resultado de esta postura es que, puesto que no hay nada especialmente malo en la extinción, no hay justificación para gastar cantidades desproporcionadamente grandes de dinero en mitigar las catástrofes que causan la extinción, en comparación con lo que se ha dado en llamar catástrofes “menores”, como querrían que hiciéramos los longtermistas, dados sus puntos de vista sobre las pérdidas futuras. Sin embargo, cuanto mayor sea la catástrofe, peor será el daño, y sólo por esta razón las catástrofes que provocan la extinción deberían ser motivo de especial preocupación.

Mi objetivo aquí no es zanjar estas cuestiones y, de hecho, nuestro debate apenas ha arañado la superficie de la ética existencial. Más bien, mi esperanza más modesta es aportar un poco de claridad filosófica a un tema inmensamente rico y sorprendentemente complicado. En un sentido muy importante, prácticamente todo el mundo está de acuerdo en que la extinción humana sería muy mala. Pero más allá de este punto de vista por defecto, hay mucho desacuerdo. Quizá haya otras percepciones y perspectivas que aún no se han descubierto. Y tal vez, si la humanidad sobrevive lo suficiente, los filósofos del futuro las descubran.

•••

Émile P Torres

Es doctorando en Filosofía por la Universidad Leibniz de Hannover (Alemania). Sus escritos han aparecido en Philosophy Now, Nautilus, Motherboard y el Boletín de los Científicos Atómicos, entre otros. Son autores de El fin: Lo que la ciencia y la religión nos dicen sobre el Apocalipsis (2016), Moralidad, previsión y florecimiento humano: una introducción a los riesgos existenciales (2017) y La extinción humana: Una historia de la ciencia y la ética de la aniquilación (de próxima publicación en Routledge).

Total
0
Shares
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Related Posts