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La danza es un universal humano, pero ¿por qué? Está presente en las culturas humanas antiguas y nuevas; es fundamental en las que tienen las historias continuas más largas; es evidente en el arte visual más antiguo de las paredes rocosas de Francia, Sudáfrica y América, y está incluido en el ADN de cada bebé que inventa movimientos en respuesta alegre al ritmo y la canción, mucho antes de que pueda andar, hablar o pensar en sí mismo como un ‘yo’. La danza sigue siendo una práctica vital y generativa en todo el mundo hasta el presente, en barrios urbanos, en escenarios de conciertos, como parte de rituales curativos y en revoluciones políticas. A pesar de los esfuerzos realizados por los colonos cristianos europeos y americanos en seis continentes durante 500 años para erradicar las tradiciones de danza indígenas y marginar la danza dentro de sus propias sociedades, la danza continúa dondequiera que residan los seres humanos. Cualquier respuesta a la pregunta de por qué bailan los humanos debe explicar su ubicuidad y tenacidad. Al hacerlo, desafiará las nociones occidentales del ser humano que privilegian la mente sobre el cuerpo como sede de la agencia y la identidad.
Las explicaciones actuales de por qué bailan los humanos tienden a seguir uno de estos dos enfoques. El primero, visto en círculos psicológicos y algunos filosóficos, parte del ser humano como persona individual que elige bailar (o no) por entretenimiento, ejercicio, expresión artística o alguna otra razón personal. Tales enfoques asumen que la danza es una actividad entre otras que ofrece beneficios a un individuo que pueden ser deseables, pero no necesarios, para el bienestar humano. Alternativamente, una serie de explicaciones sociológicas y antropológicas se centran en la comunidad, afirmando que la danza es uno de los primeros medios por los que los primeros humanos solidificaron fuertes lazos sociales, independientemente de las líneas de sangre. En estos relatos, la danza acaba siendo sustituida por medios más racionales y eficaces de vinculación social que la propia danza hace posibles, como el lenguaje, la moral y la religión. Mientras que el primer tipo de razonamiento se esfuerza por explicar por qué tantos humanos eligen bailar, el segundo se esfuerza por explicar por qué los humanos siguen bailando. ¿Qué falta en estos razonamientos?
¿Y si los humanos son los primates cuya capacidad para bailar (compartida por algunas aves y mamíferos) fue la estrategia característica que permitió la evolución de un cerebro distintivamente grande e interconectado, un corazón empático y una adaptabilidad ecológica? ¿Y si la danza desempeña este papel para los humanos no sólo en la prehistoria, sino que continúa en el presente? ¿Y si los humanos son criaturas que evolucionaron para bailar como condición habilitadora de su propio devenir corporal?
Las pruebas recientes de tal tesis se están acumulando en todas las disciplinas científicas y eruditas. Una y otra vez, los investigadores descubren el papel vital que desempeña el movimiento corporal no sólo en la evolución de la especie humana, sino en el desarrollo social y psicológico actual de los individuos sanos. Además, no es sólo el movimiento corporal en sí lo que se considera vital en estos casos, sino una triple capacidad: percibir y recrear pautas de movimiento; recordar y compartir pautas de movimiento; y movilizar estas pautas de movimiento como medio para percibir y responder a lo que aparezca. Esta triple capacidad es lo que toda técnica o tradición de danza ejercita y educa.
Agún el neurocientífico de la Universidad de Nueva York Rodolfo Llinás, que escribe en el libro I del Vórtice (2001), el movimiento corporal construye cerebros. Un cerebro toma forma a medida que registra patrones de coordinación neuromuscular, y luego recuerda los resultados en términos de dolor o placer, etiquetas emocionales que le ayudan a evaluar si movilizar ese movimiento de nuevo, y en caso afirmativo, cómo.
En la medida en que los movimientos corporales construyen el cerebro, cada movimiento que hace un ser humano importa. Cada repetición de un movimiento profundiza y refuerza el patrón de coordinación mente-cuerpo que requiere la realización de ese movimiento; y la repetición también define vías por las que fluirán la atención y la energía en el futuro. Cada movimiento realizado y recordado da forma a cómo crece un organismo: qué percibe y cómo responde. Desde esta perspectiva, cada aspecto del yo corporal humano -desde la pareja cromosómica hasta el órgano sensorial y la forma de la extremidad- es una capacidad de movimiento que se desarrolla a través de un proceso de creación de su propio movimiento. Un brazo, por ejemplo, se convierte en un brazo en virtud de los movimientos que realiza, comenzando en el útero. Estos movimientos dan forma a sus huesos y músculos, a medida que las células que se contraen construyen las formas fisiológicas necesarias para satisfacer las exigencias de los movimientos.
En este sentido, un brazo es una parte de un cuerpo.
En este sentido, un ser humano es lo que yo llamo un ritmo de devenir corporal. Un ser humano siempre está creando pautas de movimiento corporal, en las que cada nuevo movimiento se desarrolla a lo largo de una trayectoria abierta, posibilitada por movimientos ya realizados. La danza puede considerarse un medio de participar en este ritmo de devenir corporal.
Otro apoyo a esta tesis procede de antropólogos y psicólogos del desarrollo que han documentado la importancia del movimiento corporal para la supervivencia infantil. Como afirma la antropóloga estadounidense Sarah Blaffer Hrdy en su libro Madres y otros (2009), los bebés humanos nacen prematuros, en relación con sus primos primates: un feto humano que pretendiera salir del útero con la madurez neuromuscular de un chimpancé infantil necesitaría permanecer allí 21 meses. En cambio, los bebés humanos desesperadamente dependientes deben tener una capacidad para asegurarse la lealtad de los cuidadores en un momento en que su único medio para hacerlo es notar, recrear y recordar los patrones de movimiento que consiguen conectarlos con las fuentes de crianza. En una opinión compartida por Hrdy y otros, esta capacidad para la recreación receptiva del movimiento corporal forma las raíces de la intersubjetividad humana. En otras palabras, los bebés construyen sus cerebros fuera del vientre materno en relación con otros móviles mediante el ejercicio de una capacidad para danzar.
Danza.
La reciente investigación sobre las neuronas espejo respalda aún más la idea de que los seres humanos tienen una capacidad única para notar, recrear y recordar patrones de movimiento. Más abundantes en el cerebro humano que en el de cualquier otro mamífero, las neuronas espejo se disparan cuando una persona percibe un movimiento, recreando el patrón de coordinación neuromuscular necesario para realizar ese movimiento. De este modo, los humanos pueden aprender a recrear el movimiento de los demás, no sólo de otros humanos, sino también de árboles y jirafas, depredadores y presas, el fuego, los ríos y el Sol. Como escribe el neurocientífico V S Ramachandran en su libro El cerebro delator (2011), las neuronas espejo “parecen ser la clave evolutiva de nuestro logro de una cultura plena” al permitir a los humanos “adoptar el punto de vista de los demás y empatizar unos con otros”.
No obstante, el término “espejo” es engañoso; oculta la agencia del movimiento corporal. El cerebro no proporciona un reflejo pasivo. Como los ojos registran el movimiento, lo que una persona ve está informado por la conciencia sensorial que sus movimientos anteriores le han ayudado a desarrollar. Responde siguiendo las trayectorias de atención que esos movimientos anteriores han creado. Desde esta perspectiva, la danza es una capacidad humana, no sólo una actividad posible entre otras. Es una capacidad que debe ejercitarse para que una persona construya un cerebro y un cuerpo capaces de crear relaciones con las fuentes de sustento disponibles en un contexto cultural o medioambiental determinado. Bailar es humano.
Desde este punto de vista, cada técnica o tradición de danza aparece como una corriente de conocimiento: una colección en constante evolución de pautas de movimiento descubiertas y recordadas por lo bien que perfeccionan la capacidad humana de crear movimiento. Sobre todo, la danza ofrece a los seres humanos la oportunidad de aprender la importancia de sus movimientos. Pueden darse cuenta de cómo los movimientos que hacen les entrenan -o no- para cultivar la conciencia sensorial necesaria para empatizar con otras especies y con la propia Tierra. En este sentido, la danza sigue siendo un arte vital. Desde la perspectiva del devenir corporal, los humanos no pueden no bailar.
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Es filósofa, bailarina y estudiosa de la religión. Es autora de seis libros, entre ellos Nietzsche’s Dancers: Isadora Duncan, Martha Graham,y la revalorización de los valores cristianos (2006) y Por qué bailamos: Una filosofía del devenir corporal (2015). Vive al norte del estado de Nueva York.