16. Neoclasicismo

16. Neoclasicismo
16. Neoclasicismo

¿ Qué es el Neoclasismo ?

El término ‘Neoclasicismo surgió en el siglo XVIII para denominar al movimiento estético que venía a reflejar en las artes los principios intelectuales de la Ilustración, que desde mediados del siglo XVIII se venían produciendo en la filosofía y que consecuentemente se habían transmitido a todos los ámbitos de la cultura. Sin embargo, coincidiendo con la decadencia de Napoleón Bonaparte, el Neoclasicismo fue perdiendo adeptos en favor del Romanticismo.

Neoclasismo: Puerta de Alcalá, Madrid, España
Neoclasismo: Puerta de Alcalá, Madrid, España

Todos los caminos llevan a Roma y a Grecia: el arte neoclásico

En el siglo XVIII, los filósofos de la Ilustración pensaban que habían encontrado la luz que se apagó con la caída de la antigua Roma. La razón, y no la fe, era la antorcha que habría de iluminar el camino del hombre hacia la reforma política y social, revelar los secretos de la naturaleza y dilucidar el plan de Dios, si es que lo tiene. Los pensadores de la Ilustración fueron grandes defensores de las ciencias naturales y la religión natural, siempre con sujeción a leyes que pudieran deducirse utilizando el raciocinio y el método científico, cuyos precursores fueron Galileo y René Descartes en el siglo XVII.

Los filósofos de la Ilustración estaban horrorizados por las guerras religiosas que había provocado la Reforma (en los siglos XVI y XVII), las cuales asolaron Europa. Ellos mismos fueron testigos de cómo las emociones y prejuicios irracionales habían desembocado en intolerancia religiosa, pobreza, injusticias y veto de nuevas ideas en la mayoría de países y hogares. Era hora de un cambio de paradigma: del corazón a la cabeza, de la fe a la razón.

El filósofo alemán Immanuel Kant dijo:

La Ilustración es la emancipación del hombre de un estado de tutelaje autoimpuesto, de la incapacidad para usar su propia inteligencia sin guía externa. A tal estado de tutelaje lo llamo “autoimpuesto” si se debe no a falta de inteligencia, sino a falta de coraje o de determinación para usar la propia inteligencia sin la ayuda de otro. ¡Sapere Aude! ¡Atreveos a usar vuestra propia inteligencia! Este es el grito de batalla de la Ilustración.

Ciento cincuenta años antes, Galileo Galilei había dicho prácticamente lo mismo:

No me siento obligado a creer que el mismo Dios que nos ha dotado de sentido, razón e intelecto nos ha destinado a renunciar a usarlos.

La Santa Inquisición puso a Galileo bajo arresto domiciliario durante sus nueve últimos años de vida por utilizar la razón para contradecir la visión geocéntrica del Universo defendida por la Iglesia y fundamentada en la fe (“geocéntrica” significa que el Sol, los planetas, la Luna y las estrellas giran alrededor de la Tierra). Los pensadores de la Ilustración eran gente optimista. A pesar de lo que le había ocurrido a Galileo, y aunque muchos de ellos fueron censurados, exiliados y encarcelados, la mayoría estaban convencidos de que el hombre podía resolver sus problemas utilizando la razón. Cuando hoy le dices a alguien “reflexiona” o “piensa antes de actuar”, estás suscribiendo una postura de la Ilustración, seas consciente o no. Entre los pensadores de la Ilustración más destacados e influyentes se encuentran John Locke, Voltaire, Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot, Montesquieu, Benjamin Franklin, Thomas Paine, Mary Wollstonecraft, Immanuel Kant y David Hume. Muchas de esas figuras recibieron la influencia de René Descartes y sir Isaac Newton, los dos grandes racionalistas del siglo XVII.

Voltaire preconizaba la libertad de religión y la separación entre Iglesia y Estado, el derecho a un juicio justo y las libertades civiles. John Locke dijo que “un gobierno solo es legítimo si cuenta con el consentimiento de las personas a él sujetas”, y siempre que garantice “los derechos naturales a la vida, la libertad y la propiedad privada”. Montesquieu defendió la separación de poderes en tres ramas del gobierno independientes pero relacionadas entre sí. Estos y otros pensadores de la Ilustración inspiraron la guerra de Independencia de Estados Unidos y la Revolución francesa, la Carta de Derechos de Estados Unidos, la Declaración de los Derechos del Hombre aprobada en Francia, y las constituciones estadounidense y francesa. Ellos fueron el germen de movimientos democráticos e independentistas surgidos en muchos lugares del mundo, desde Venezuela hasta Grecia, y asesoraron a “monarcas ilustrados” como Catalina la Grande y José II de Austria, quienes instituyeron reformas humanistas como abolir la servidumbre y construir escuelas públicas (ilustración para todos).

Rousseau abogó por el arte didáctico (un arte que enseña los ideales ilustrados) y un regreso al clasicismo (un arte bello e idealizado que eleva a la gente). Condenó el rococó por considerarlo un arte frívolo, en particular las pinturas eróticas de François Boucher.

Los ideales de la Ilustración dieron lugar al arte neoclásico, que originalmente se llamó el “estilo verdadero” para establecer un contraste con la artificiosidad del arte rococó, el cual estuvo de moda hasta 1760 más o menos (ver el capítulo 15).

Johann Joachim Winckelmann, historiador de arte alemán y fundador del movimiento neogriego, dijo que el “estilo verdadero” debería tener una “simplicidad noble y grandeza serena”. Aunque quería revivir el arte griego, se opuso a los calcos exactos. En su lugar, defendió un retorno del espíritu antiguo. Pensaba que eso generaría una nueva versión del arte griego, un matrimonio entre el estilo clásico y el pensamiento ilustrado, el neoclasicismo.

En este capítulo analizamos el arte del siglo XVIII que reflejó los ideales de la Ilustración.

Jacques-Louis David: el rey del neoclasicismo

Jacques-Louis David (1748-1825), el pintor neoclásico más emblemático, estuvo muy influenciado por Winckelmann. La primera obra maestra de David, El juramento de los Horacios, ejemplificaba la “simplicidad noble y grandeza serena” que defendía Winckelmann.

Grande, formal y con un aire retro

Luis XVI (cuya orden de ejecución firmaría Jacques-Louis David años más tarde, durante la revolución) dio a David su primer gran trabajo como pintor. En realidad fue el director de artes y edificios del rey, el conde d’Angivillier, quien ofreció a David el encargo bajo la autoridad del monarca. El conde d’Angivillier decidió que Francia necesitaba pinturas históricas con temas de hondo calado que infundieran sentimientos patrióticos (por aquel entonces ya se sentían los primeros temblores de la revolución). Ante la amenaza de un levantamiento, el conde contrató a David para pintar un lienzo histórico (el artista fue quien eligió el tema) que exaltara el patriotismo.

David eligió ilustrar una historia sobre una guerra antigua entre Roma y una ciudad-estado rival, Alba Longa. En lugar de enfrentar dos grandes ejércitos, la “guerra” fue librada por dos grupos de trillizos: los Horacios, que vivían en Roma, y los Curiacios, primos de aquellos y residentes en Alba Longa (una especie de guerra entre bandas). Llamó al cuadro El juramento de los Horacios. En la obra, el padre de los hermanos Horacios les entrega sus espadas. Las mujeres que lloran a la derecha tienen vínculos con los dos grupos de hermanos (los que vemos aquí y los Curiacios). Una de las mujeres es una Horacio prometida con un Curiacio. Otra es una Curiacio casada con uno de los Horacios. Es como la historia de Romeo y Julieta por duplicado, ¡incluso con las rimas! Sin embargo, la moraleja no es que el amor todo lo puede, sino que el patriotismo está por encima del amor.

El juramento de los Horacios expresa un sentido del orden racional y geométrico y un compromiso absoluto con el estado, sin que las emociones se inmiscuyan para distorsionar las proporciones clásicas de las figuras o del fondo.

Los tres arcos clásicos apoyados sobre columnas dóricas enmarcan la acción. La composición es perfecta, sin elementos que se salgan del encuadre. Eso sería emotivo, descuidado y anticlásico. En realidad David sí incluye algo de sentimiento, pero es una emotividad reservada, un dolor clásico, tan suavizado y moderado que no distorsiona la belleza de las mujeres.
Fíjate en que las formas suaves y curvadas de las mujeres sollozantes contrastan con las tres espadas brillantes y la férrea determinación de los hombres, lo cual otorga a la pintura un equilibrio pictórico y emocional. Compara los Horacios de David con el Discóbolo de Mirón. Aunque el atleta está realizando una ardua prueba, su rostro no refleja ningún esfuerzo, no se observa la más leve distorsión que altere la armonía de sus formas perfectas. Esta comparación te ayudará a reconocer el aspecto clásico de El juramento de los Horacios pintado por David.
David pintó las anatomías de las figuras de esta obra con una precisión casi científica. Se dice que corrigió más de veinte veces el pie del padre hasta que quedó satisfecho con el resultado.
En su Ensayo sobre la pintura (1765), Diderot dijo: “Hay gestos sublimes que toda la elocuencia oratoria no expresará jamás”. Recomendó que los pintores incluyeran “gestos sublimes” en sus obras para transmitir mensajes morales. En El juramento de los Horacios, David logró el objetivo de Diderot. Expresó lo “sublime” con un lenguaje gestual neoclásico. El propio “juramento” es el gesto más potente de la pintura. Los indomables Horacios saludan a su padre al estilo nazi para indicar que el patriotismo prevalece sobre los sentimientos personales.

De hecho, da la impresión de que los hombres no tienen ningún sentimiento aparte del patriotismo, mientras que las mujeres parecen haber tomado tranquilizantes para superar ese mal trago.

Propagandista por los cuatro costados

Durante la Revolución francesa, David dejó de pintar cuadros propagandísticos para el rey Luis XIV y se unió a los jacobinos radicales que destronaron al monarca. David idolatraba a Maximilien Robespierre, líder de los jacobinos y arquitecto del reinado del Terror. David también firmó la condena a muerte del rey en 1792, junto con la mayoría de jacobinos.
El reinado del Terror fue el período de once meses durante el cual se acabó con los llamados contrarrevolucionarios durante la Revolución francesa. En ese tiempo, entre 18.000 y 40.000 personas fueron decapitadas o apaleadas hasta la muerte por turbas descontroladas.

Una de las pinturas más famosas de David es la de su amigo y colega jacobino Jean-Paul Marat, quien fue asesinado en la bañera por Charlotte Corday, partidaria de una facción más moderada (ver la figura 16-1). Corday consiguió llegar hasta el baño de Marat gracias a la connivencia de un informante. Le dijo que tenía una lista de enemigos de Francia (revolucionarios moderados como ella), el tipo de gente que Marat solía enviar a la guillotina. Mientras él escribía los nombres, ella sacó un cuchillo y le apuñaló. En la pintura de David, Marat todavía sostiene la carta de Corday en su mano izquierda, y la pluma en la derecha. A escasa distancia del cuerpo vemos el cuchillo ensangrentado, un arma más poderosa que la “sanguinaria” pluma de Marat, que tantas personas había enviado a la guillotina.

En el lienzo se lee la inscripción “A Marat, David”, lo cual parece indicar que el artista quiso rendir homenaje a su amigo con la pintura. Sin embargo, esas palabras se escribieron del modo que alguien firmaría una carta, con lo que se completa el círculo: Corday envió una carta (su nombre está escrito en ella), Marat empezó a copiarla y fue apuñalado, y David convirtió la pintura en una carta de despedida a su amigo.
Fíjate en que el mango blanco del cuchillo establece un paralelismo visual con las dos plumas blancas de Marat. Las plumas están manchadas de tinta, y el cuchillo, de sangre.

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Gloria Wilder

Figura 16-1

La muerte de Marat, cuadro pintado en 1793 por David, es a la vez una obra propagandística y un homenaje a un amigo

La luz que entra por la ventana de atrás e ilumina a Marat confiere un carácter divino a la escena, como si fuera un santo martirizado. Marat fue uno de los tres dioses de la Revolución francesa. Cuando Robespierre desató la fase iconoclasta de la revolución, contra las iglesias católicas, el busto de Marat pasó a sustituir muchas imágenes de Cristo.
En los últimos años de su vida, cuando Marat no estaba enviando a la guillotina a “enemigos de la República” se estaba bañando para aliviar los síntomas de una terrible enfermedad de la piel que probablemente contrajo cuando se escondió de sus enemigos en las cloacas de París. Puede que esos violentos picores contribuyeran a su imagen de persona colérica.

Tras la caída y ejecución de Robespierre, David pasó una breve temporada en prisión, pero sobrevivió para cambiar de bando otra vez. El antiguo republicano radical se convirtió en un acérrimo defensor de Napoleón Bonaparte, incluso después de que este se coronara emperador. Por lo que parece, David se arrimaba siempre a los que ostentaban el poder. En una ocasión llegó a decir que Napoleón era “un hombre a quien se habrían erigido altares en la época antigua”.

Jean Auguste Dominique Ingres: el príncipe del retrato neoclásico

Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867) fue el alumno más aventajado que tuvo David. Intentó seguir los pasos de su maestro como pintor histórico, pero no dio la talla. Donde sí sobresalió, sin embargo, fue en las escenas íntimas y sensuales. Ingres fue un retratista brillante y sensible, aunque generalmente se considera que sus mejores obras son sus desnudos femeninos en ambientes exóticos.

Cuando expuso por primera vez La gran odalisca (una esclava de un harén) en 1819, recibió ataques verbales de crítica y público. Sin embargo, después de la sorpresa inicial, la pintura fue ganándose su favor. Diez años más tarde era todo un éxito. Entretanto, Ingres se fue de Francia para estudiar y pintar en Roma, donde se ganó la vida como retratista. Le iba tan bien que se negó a pintar a personas que no le gustaran. Luego se trasladó a Florencia, donde recibió pocos encargos y vivió al límite de la pobreza con su esposa. Cuando regresó a Francia en 1826, Ingres descubrió que era famoso.

Si bien se considera una obra maestra del neoclasicismo, La gran odalisca no es un ejemplo de perfección clásica. Tiene proporciones manieristas: las caderas son demasiado anchas, y el cuello y la espalda, demasiado largos. Esas proporciones fueron muy criticadas al principio. Sin embargo, la exageración es intencionada; hace que La gran odalisca parezca incluso más voluptuosa. La belleza casi clásica de la figura se combina con una sensualidad fría y lánguida que el arte clásico nunca tuvo y que enmarca esta obra en el estilo neoclásico.

Ingres nos muestra la odalisca en todo su esplendor, y nos invita a deleitarnos con la visión de su cuerpo. Sin embargo, la mirada de la mujer marca una cierta distancia. Ella también es una voyeur, aunque no mira al espectador, sino a su amo.

Las almohadas y la sábana arrugada del diván son una invitación al placer, si bien la esclava se resiste de manera velada. Vemos que se tapa pudorosamente con su abanico, como si quisiera ocultar más de su cuerpo. Está vuelta de espaldas, pero con la cara orientada hacia su amo. El azul de las cortinas y del diván, en claro contraste con la piel marfileña de la mujer, acentúa su sexualidad perezosa. Élisabeth-Louise Vigée-Le Brun: belleza y naturalidad

En lugar de participar o inspirarse en la Revolución francesa, Élisabeth-Louise Vigée-Le Brun (1755-1842) huyó de ella. Fue una pintora de talento excepcional, una de las pocas mujeres que fueron admitidas en la Real Academia Francesa y la retratista personal de María Antonieta, a la que pintó alrededor de treinta veces.

En aquella época se suponía que las mujeres artistas solo debían pintar mujeres, niños y flores. La mayoría de cuadros de Vigée-Le Brun fueron de mujeres, aunque también pintó casi doscientos paisajes. Pero sus retratos no son meramente bellos, sino que capturan el carácter de los modelos. Su autorretrato con su hija pequeña muestra la tierna y estrecha relación que existía entre ambas, al tiempo que revela aspectos de su forma de ser (ver la figura 16-2). La niña, Julie, es tímida, pero a la vez le intriga lo que no entiende. La expresión de Vigée-Le Brun es más compleja. No le gustó estar embarazada porque interfirió con su pintura. Su último día de embarazo lo pasó pintando entre contracciones, que ella consideraba “irritantes”. En este retrato parece como si recordara esos días, y la vemos sorprendida por las alegrías que ahora le reporta ser madre, a pesar de aquellas interrupciones. La típica pose de madonna con Niño es un encanto añadido, sobre todo porque en este caso no es un niño, sino una niña.

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Réunion des Musées Nationaux/Art Resource, NY

Figura 16-2

El autorretrato de Vigée-Le Brun con su hija captura el dulce candor de una madre que ama a su niña
Las pinturas de Vigée-Le Brun son ventanas abiertas a la moda de la época. Vestía a sus modelos según sus gustos (los de la artista) y generalmente les pedía que no se empolvaran la cara. Prefería pintar los tonos naturales de la piel. Pero, incluso habiendo persuadido a la reina para que se olvidara de los polvos, se enfrentó al problema de su complexión. A este respecto, escribió lo siguiente:

La cosa más remarcable sobre su cara [la de la reina] era el esplendor de su tez. Nunca había visto una tan brillante, y brillante es la palabra, ya que su piel era tan transparente que no había color para pintarla. Tampoco podía reproducir el efecto real tal como yo quería. No tenía colores para pintar semejante frescura, tales tintes delicados, que eran solo de ella, y que nunca vi en otra mujer.

La última pintura que María Antonieta encargó a Vigée-Le-Brun fue de ella rodeada por sus cuatro hijos. Cuando Luis XVI la vio, dijo a la artista: “No entiendo de pintura, pero usted hace que me guste”. La Revolución francesa estalló un año después.

Canova y Houdon: la elegancia griega en la escultura neoclásica

Las estatuas neoclásicas generalmente parecen mucho más griegas que las pinturas neoclásicas. Muchas de esas estatuas, en particular las de Canova, tienen la composición, las proporciones y la gracia del arte clásico. Sin embargo, en ningún momento transmiten la impresión de ser antiguas, ni siquiera hoy.

Antonio Canova: un fenómeno de la escultura dieciochesca

Antonio Canova (1757-1822) fue el escultor neoclásico más destacado, y el mejor del siglo XVIII. Aunque nació en Venecia, desarrolló su estilo en Roma a base de estudiar y copiar estatuas y relieves de la Roma antigua. En Roma también recibió la influencia de Johann Joachim Winckelmann (ver la introducción de este capítulo).

Las copias de Canova eran tan impresionantes que los funcionarios municipales de Roma le ofrecieron un empleo estable y bien remunerado como copista. Aunque solo tenía veinte años de edad, Canova rechazó la oferta argumentando que si siempre hacía copias, nunca llegaría a convertirse en un gran artista por derecho propio.

En lugar de limitarse a copiar, Canova absorbió y luego expandió el estilo de la Grecia antigua. Por ejemplo, los cuerpos de Psique reanimada por el beso del amor tienen unas proporciones clásicas perfectas, pero sus gestos tiernos y apasionados estarían fuera de lugar en el Partenón o en un templo romano. Los romanos y los griegos reservaban las emociones para la intimidad, ya que mostrar un sentimiento excesivo era un signo de debilidad o locura.
Diderot recomendó que los artistas neoclásicos utilizaran los gestos, como los actores sobre el escenario, para expresar verdades morales. Psique reanimada por el beso del amor transmite un mensaje moral: el amor puede más que la muerte. Cupido devuelve a Psique a la vida con un beso.

Jean-Antoine Houdon: piedra viva

Igual que Canova, Jean-Antoine Houdon (1741-1828) se inspiró en las ideas de Winckelmann y viajó a Italia para estudiar la escultura antigua. Sus retratos escultóricos nunca han sido superados. Son tan reales que parece que estén a punto de pronunciar un discurso o redactar una nueva ley. Combinó una visión aguda y realista con el comedimiento neoclásico. Esculpió bustos de muchos héroes de la Ilustración, incluidos Voltaire, Rousseau, Diderot, el marqués de Lafayette, Benjamin Franklin, George Washington y Thomas Jefferson. Las esculturas no solo conservan para la posteridad los rasgos de los personajes, sino también sus personalidades.

A veces Houdon vistió a sus figuras como senadores o cónsules romanos. A Voltaire, quien posó para él pocas semanas antes de morir en 1781, lo envolvió en una toga. Para la estatua de Washington (creada entre 1785 y 1788) y el busto de Jefferson (1789), en cambio, dejó de lado los atuendos clásicos. Ambos estadounidenses llevan ropa elegante de la época, como los actuales trajes de Armani. Sus poses son presidenciales e ilustradas.

A Houdon le preocupaba tanto el realismo que viajó en barco a Estados Unidos para realizar él mismo estudios de Washington y Jefferson. De forma similar, cuando se enteró de que Rousseau había muerto, fue corriendo a su velatorio e hizo un molde de su cara. Poco después, a partir de ese molde, esculpió un busto muy realista del fallecido.

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