Los psicodélicos actúan violando nuestros modelos del yo y del mundo

Los psicodélicos tienen una notable capacidad para violar nuestras ideas sobre nosotros mismos. ¿Por eso hacen mejores a las personas?

Las drogas psicodélicas están reapareciendo en la psiquiatría. Tras una pausa de medio siglo, los investigadores están estudiando de nuevo los beneficios terapéuticos de la psilocibina (‘setas mágicas’) y el LSD. Resulta que los hippies tenían algo entre manos. Cada vez hay más pruebas de que las experiencias psicodélicas pueden ser auténticamente transformadoras, sobre todo para las personas que sufren ansiedad, depresión y adicción intratables. En 2016, Stephen Ross, director clínico del Centro Langone de Excelencia en Adicciones de la Universidad de Nueva York, declaró a Scientific American que “es algo sin precedentes en psiquiatría que una sola dosis de un medicamento produzca este tipo de resultados drásticos y duraderos”.

¿Qué hacen estas drogas? Los psicodélicos inducen de forma fiable un estado alterado de conciencia conocido como “disolución del ego”. El término se inventó, mucho antes de que se dispusiera de las herramientas de la neurociencia contemporánea, para describir sensaciones de auto-trascendencia: una sensación en la que la mente se pone en contacto más directa e intensamente con el mundo, produciendo una profunda sensación de conexión e ilimitación.

¿Cómo ayuda todo esto a quienes padecen trastornos psiquiátricos de larga duración? La verdad es que nadie sabe muy bien cómo funciona la terapia psicodélica. Algunos apuntan a la falta de conocimientos sobre el cerebro, pero esto es una verdad a medias. En realidad, sabemos bastante sobre la neuroquímica de los psicodélicos. Estas drogas se unen a un tipo específico de receptor de serotonina en el cerebro (el receptor 5-HT2A), que precipita una compleja cascada de señalización electroquímica. Pero lo que no comprendemos realmente es la relación más compleja entre el cerebro, el yo y su mundo. ¿De dónde procede la experiencia subjetiva de ser una persona, y cómo se relaciona con la materia bruta de la que estamos hechos?

Es aquí donde nos encontramos con una última frontera, metafísica y médica. Algunos piensan que el yo es una entidad o fenómeno real, implementado en procesos neuronales, cuya naturaleza se nos está revelando gradualmente. Otros dicen que la ciencia cognitiva confirma los argumentos de los filósofos de Oriente y Occidente de que el yo no existe. La buena noticia es que los misterios de la terapia psicodélica podrían ser una oportunidad oculta para empezar por fin a desentrañar la controversia.

TLa naturaleza del yo ha sido objeto de controversia desde que la gente reflexiona sobre su existencia. Las recientes teorías neurocientíficas sobre el yo descienden claramente de venerables posturas filosóficas. Por ejemplo, René Descartes argumentó que el yo era un alma inmaterial cuyas vicisitudes encontramos como pensamientos y sensaciones. Pensaba que la existencia de este yo perdurable era la única certeza que nos proporcionaba nuestra experiencia (por lo demás, poco fiable)

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Pocos neurocientíficos siguen creyendo en un alma inmaterial. Sin embargo, muchos siguen a Descartes al afirmar que la experiencia consciente implica la conciencia de una “cosa pensante”: el yo. Está surgiendo un consenso en torno a la idea de que esa autoconciencia es en realidad una forma de conciencia corporal, producida (al menos en parte) por la interocepción, nuestra capacidad para controlar y detectar los procesos autonómicos y viscerales. Por ejemplo, la sensación de una frecuencia cardiaca elevada puede proporcionar información al organismo incorporado de que se encuentra en una situación peligrosa o difícil.

David Hume no estaba de acuerdo con Descartes. Cuando observó detenidamente su propia subjetividad, afirmó no encontrar un yo, sino una mera corriente de experiencias. Inferimos incorrectamente la existencia de una entidad subyacente a partir de este flujo de momentos experienciales, decía Hume. La versión moderna de este punto de vista es que tenemos experiencias perceptivas, cognitivas, sensoriales y, sí, corporales – pero eso es todo. Existe una tentación casi irresistible de atribuir todo esto a un yo subyacente. Pero esta interpretación sustancialista es un error cartesiano, según Hume.

Ciertos filósofos modernos, como Thomas Metzinger, han respaldado versiones de esta visión del “no-yo”. Señalan conexiones con tradiciones no occidentales, como el concepto de anatta o no-yo en el budismo Theravada. Los teóricos narrativos del yo adoptan una interpretación similar. Sostienen que el error consiste en pensar que, puesto que utilizamos el yo para contar una historia sobre la experiencia, debe existir un yo real, distinto y subyacente a la narrativa que utilizamos para interpretar y comunicar la corriente de la experiencia.

Hoy en día hay neurobudistas, neurocartesianos y neurohumanos por todo el mundo, que llenan las pantallas de PowerPoint con imágenes de resonancias magnéticas fMRI supuestamente congeniales con su teoría. Las condiciones cognitivas anormales, patológicas o no, son una fuente crucial de pruebas en estos debates, porque ofrecen la oportunidad de observar al yo cuando no funciona “correctamente”. Los datos llegan a raudales, pero el consenso sigue siendo difícil de alcanzar. Sin embargo, la neurociencia emergente de los psicodélicos puede ayudar a resolver este punto muerto. Por primera vez, los científicos pueden observar cómo se desintegra y se reintegra el sentido del yo, de forma fiable, repetida y segura, en el escáner de neuroimagen.

Antes de que podamos explicar adecuadamente las implicaciones de esta investigación, necesitamos aportar dos ideas importantes de la neurociencia cognitiva. La primera es la noción de vinculación cognitiva. Se refiere a la integración de partes representacionales en conjuntos representacionales por parte del cerebro. Si estás de pie en medio de la carretera con un autobús que viene hacia ti, el color, la forma y la posición del autobús se están registrando en distintas zonas de tu corteza visual. Por tu bien, tu cerebro necesita “unir” las partes correctas en los conjuntos correctos, y no, por ejemplo, combinar la forma y la ubicación del autobús con la velocidad del ciclista en la acera. Afortunadamente, la mayoría de las veces nuestros cerebros consiguen hacerlo bien (aunque los estudios experimentales y las patologías demuestran que pueden hacerlo mal). Pero la cuestión de cómo lo hacen -el llamado “problema del enlace”- sigue sin resolverse.

Una posible solución proviene de la teoría del procesamiento predictivo de la cognición, el segundo conjunto de principios que debemos introducir. Los detalles de este marco siguen siendo objeto de acalorados debates, especialmente entre sus defensores. Sin embargo, a grandes rasgos, considera el cerebro como una máquina de predicción que modela la estructura causal del mundo para anticipar entradas futuras. Cualquier discrepancia entre una expectativa y una entrada adopta la forma de una señal de error que exige una respuesta del organismo, ya sea actualizando el modelo interno o actuando para reducir la entrada imprevista. Piensa en aprender a tocar un instrumento o en aparcar un coche en un sitio estrecho: cada cosa implica una complicada serie de ajustes a medida que el cerebro registra las discrepancias entre el resultado previsto y el real de sus instrucciones. Si ves que has entrado en el aparcamiento con un ángulo demasiado cerrado, puedes darte cuenta de que la dirección es más sensible de lo que pensabas y, por tanto, girar menos el volante la próxima vez. Los seres humanos construyen modelos predictivos tan precisos de su mundo que las señales de error se minimizan, casi hasta el punto de eliminarse.

Los modelos perceptivos más exitosos crean un mundo y lo pueblan con objetos

El concepto de “modelo” realiza una gran labor explicativa en la codificación predictiva. Por “modelos”, los científicos cognitivos entienden las representaciones mentales que organizan la información y permiten al cerebro extraer señales del ruido. Un ejemplo clásico es la forma en que oímos el habla o la música. La señal que llega a los oídos suele ser borrosa e incompleta; un ingeniero de sonido que observara en un ordenador los datos auditivos que llegan a nuestros tímpanos vería un desorden que podría requerir meses de procesamiento de la señal para descodificarlo. Sin embargo, nuestro cerebro puede utilizar sus conocimientos previos para producir representaciones coherentes de palabras, frases y melodías. Podemos oír a nuestros amigos al otro lado de una habitación abarrotada porque somos capaces de filtrar y limpiar la señal, porque tenemos un léxico de explicaciones listo para anticipar los flujos de datos con los que nos enfrentamos. Por tanto, lo que experimentamos en última instancia es el modelo que hemos aprendido que se ajusta mejor a la información que tenemos a mano, el que mejor predice y explica nuestras percepciones antes de que ocurran.

Una consecuencia sorprendente de la codificación predictiva es que la percepción se convierte en poco más que una especie de alucinación controlada. No experimentamos el mundo exterior directamente, sino a través de la mejor suposición de nuestra mente sobre lo que ocurre ahí fuera. ¿Qué significa esto para los antiguos debates filosóficos sobre la realidad objetiva? Las cuestiones aquí son profundas y complejas, pero baste decir que el marco de la codificación predictiva se basa en la idea de que hay algún tipo de mundo ahí fuera que nuestro cerebro necesita encontrar una forma de rastrear. Es aproximándonos a la estructura de esta realidad (aunque no podamos aprehender su verdad metafísica o su naturaleza) como nuestros cerebros predictivos nos salvan de que nos atropellen.

Ahora bien, debido a las regularidades estadísticas del entorno a lo largo del tiempo, los modelos perceptivos con más éxito predictivo resultan ser los que crean un mundo y lo pueblan de objetos con propiedades particulares, concretas y abstractas, para ser percibidos y pensados. Así es como nuestro cerebro resuelve el problema de la vinculación. La experiencia pasada nos enseña que ciertas combinaciones de rasgos tienen más probabilidades de coincidir que otras, y esta coherencia prevista aumenta al atribuir estos rasgos al mismo objeto persistente. Así pues, la razón por la que vemos un autobús que se dirige hacia nosotros, en lugar de un revoltijo de formas y colores inconexos, es que el cerebro utiliza un modelo para asignar tales fluctuaciones visuales a cosas duraderas, y predice la naturaleza de la experiencia como resultado de ello.

La “mala” noticia es que la experiencia pasada nos enseña que ciertas combinaciones de características se dan más a menudo que otras.

La “mala” noticia es que tu sentido del yo no es más que uno de estos modelos aproximados. En otras palabras, el yo es una especie de metafiltro de las señales que recibes del funcionamiento de todo tu organismo. Nuestros encuentros con el mundo -reales, imaginados o recordados- nos hacen sentir calor, frío, alegría, tristeza, ansiedad o calma, y todas las gradaciones y combinaciones de experiencias intermedias. Cada vez que la mente se encuentra con tal flujo de sentimientos y percepciones, los atribuye irresistiblemente a alguna entidad subyacente que explica lo que está ocurriendo. Igual que el juego de colores y formas nos hace ver un autobús que se dirige hacia nosotros en la calle, cuando la felicidad da paso a la tristeza, la mente deduce que “alguien” (yo) debe haber experimentado una pérdida. El resultado es un modelo de entidad unificada que nos permite actuar, pensar e interactuar -especialmente con otras personas- de forma coherente y eficaz. El automodelado no es más que una estrategia de optimización que nos permite unir determinadas propiedades del mundo para que sean más fáciles de comprender. Al esforzarse por maximizar el éxito predictivo, la mente sucumbe irresistiblemente a la tentación sustancialista.

Este “automodelo” no es más que una estrategia de optimización.

Este “automodelo” es complejo y tiene múltiples capas. Por lo que los científicos han descubierto hasta ahora, parece más bien una jerarquía de modelos, en la que cada nivel se ocupa de diferentes aspectos del funcionamiento del organismo. Los niveles inferiores rastrean y mantienen la integridad de los límites corporales, y regulan la homeostasis y los encuentros sensoriomotores con el mundo. A continuación, estas sensaciones se integran con la cognición de nivel superior, que crea la sensación de “mentes” para los episodios de pensamiento, en los que intervienen procesos como la memoria, la inferencia y la imaginación. Por último, en los niveles más altos podemos utilizar el “yo” narrativo para expresar el hecho de que la experiencia está integrada y unida a través de esta jerarquía y a lo largo del tiempo. Por ejemplo, en los momentos previos a una presentación importante, puede que se te acelere el corazón o sientas mariposas en el estómago. Esto crea una conciencia visceral de la situación: ¡el peligro es inminente! A su vez, esta sensación convoca pensamientos que vinculan el episodio actual con otros pasados y futuros experimentados por la “misma” entidad: “Será mejor que no tartamudee como la última vez; es realmente importante que impresione a este público; ¿llegaré a ser realmente bueno en esto?”. El flujo de información ascendente y descendente en la jerarquía se unifica al atribuirse -o “vincularse”- a una entidad única e importantísima llamada “yo”.

Ahora existen pruebas considerables sobre los patrones de actividad cerebral que se corresponden con el modelo jerárquico del yo. Estos correlatos neuronales se implementan en determinados circuitos cerebrales, en particular la red de saliencia y la red de modo por defecto. La red de saliencia nos permite sentir la importancia de los estados corporales desencadenados por los encuentros mundanos. Como ya hemos dicho, los organismos están constantemente bombardeados por información, de la que sólo una pequeña parte es relevante para sus objetivos e intereses. La red de saliencia es la que nos permite discernir lo que importa y tiene significado en su contexto. Mientras tanto, la red de modo por defecto subyace a episodios de pensamiento autobiográfico como la memoria, la imaginación, la planificación y la toma de decisiones. Para simplificar un poco las cosas, podemos decir que la red de modo por defecto está frecuentemente vinculada al yo narrativo, mientras que la red de saliencia está asociada a un yo más mínimo, encarnado, y a sus estados afectivos.

La red de modo por defecto es la que nos permite discernir lo que tiene importancia en su contexto.

H¿Cómo explica esta historia los efectos terapéuticos de los psicodélicos? Como hemos visto, el modelo del yo es un conjunto integrado de predicciones, y muchas de estas predicciones, acumuladas a lo largo de toda una vida de experiencia, pueden hacernos profundamente estresados e infelices. Una persona con ansiedad social espera y experimenta el mundo como hostil e incontrolable porque se siente vulnerable e incapaz de afrontarlo. El modelo de sí misma que produce estos sentimientos magnifica la adversidad de su mundo social. Del mismo modo, las personas con depresión anticipan y recuerdan el fracaso y la infelicidad, y los atribuyen a su propia inadecuación. Su automodelo dificulta el acceso a las experiencias positivas, y a menudo se alimenta de sí mismo en una espiral negativa descendente. Como nuestros cerebros intentan sin cesar predecir lo que ocurrirá a continuación y reducir la probabilidad de error, no es de extrañar que nuestras expectativas sobre nosotros mismos tiendan a autocumplirse.

Teóricamente, deberíamos ser capaces de rediseñar los mecanismos de nuestro automodelo, y así cambiar la forma en que organizamos e interpretamos nuestra experiencia. El problema es que el automodelo funciona de un modo bastante similar a las lentes de nuestros ojos. Vemos con ellas y a través de ellas, pero es casi imposible ver las propias lentes, apreciar realmente cómo afectan a las señales que nos llegan, y mucho menos quitárnoslas si no son útiles. En general, la mente nos presenta el producto acabado en forma de imágenes, no los propios procesos de modelado. Lo mismo ocurre con el yo: para bien o para mal, nos sentimos como entidades unificadas, no como complicados y precarios modelos jerárquicos que rastrean y predicen nuestras respuestas organísmicas a lo que está ocurriendo.

Eso es lo que ocurre con el yo.

Eso explica en gran parte por qué los trastornos psiquiátricos como la depresión o la ansiedad son tan difíciles de superar. A la persona le resulta casi imposible acceder a una forma alternativa de estar en el mundo. Puede que intelectualmente sepa que ciertas experiencias son accesibles, posibles y beneficiosas, pero no puede identificarse realmente con esos yoes alternativos. Su modelo invisible de sí misma se ha construido rígidamente para analizar el mundo negativamente y hacerla sentir en consecuencia. Además, las personas suelen tener la sospecha justificada de que si se someten a distintas formas de terapia cambiarán su forma de ser de algún modo fundamental. Defienden el yo familiar incluso cuando les causa angustia.

Aquí es donde entran en juego los psicodélicos. Estas drogas ponen trabas a los modelos desadaptativos del yo, porque afectan a los mecanismos neuronales de los que surge la autoconciencia. En el momento de la disolución del ego, parecen ocurrir dos cosas. Una, la integridad del automodelo se degrada. Y dos, ya no damos por sentado que nuestra experiencia deba ser interpretada por ese modelo.

El primer punto significa simplemente que el yo desaparece como filtro del mundo. Se “desvincula” como unidad a través de la cual entendemos nuestra experiencia. Esto explica los informes de los consumidores de psicodélicos sobre la pérdida de individualidad y sus patrones de intensa absorción del mundo. El escritor Aldous Huxley describió así su experiencia con la mescalina en Las Puertas de la Percepción (1954): Ahora no miraba un arreglo floral inusual. Estaba viendo lo que Adán había visto la mañana de su creación: el milagro, momento a momento, de la existencia desnuda.’

El yo su yo no existe como entidad persistente, sino que es una estrategia cognitiva fundamental

El segundo efecto es más sutil. Se refiere a la forma en que los psicodélicos pueden iluminarnos sobre los procesos que subyacen a nuestra propia subjetividad. Cuando el yo se desmorona y posteriormente se reconstruye, el papel del modelo del yo parece hacerse visible para su poseedor. Sí, esto ofrece un respiro psicológico, pero lo más importante es que llama la atención sobre la diferencia entre un mundo visto con y sin el yo. Para una persona ansiosa o deprimida, los psicodélicos permiten apreciar el papel intermedio y representacional del modelo del yo. La disolución del yo ofrece una vívida prueba experiencial, no sólo de que las cosas pueden ser diferentes, sino de que el yo que condiciona la experiencia es sólo un heurístico, no una cosa inmutable y persistente.

¿Qué es lo que hace que el yo sea diferente?

Entonces, ¿qué revelan los psicodélicos sobre las controversias filosóficas y neurocientíficas acerca del yo? Nos parece evidente que el yo no es una mera pose narrativa, como han sugerido algunos teóricos. Desempeña un papel crucial en el procesamiento perceptivo y emocional. Pero esto tampoco significa, como han afirmado otros, que el modelo del yo tenga los atributos adecuados para calificarse como un yo cartesiano. Puede que realice algunas de las funciones adecuadas, pero no es el tipo de entidad adecuado. El modelo del yo desempeña una función vinculante esencial en el procesamiento cognitivo, pero el yo no existe, al menos no en forma de un “alma” persistente y sustancial. Es mejor verlo como una estrategia cognitiva fundamental, que se ha desarrollado a lo largo del tiempo evolutivo. Como dice el periodista científico James Kingsland en El cerebro de Siddhartha (2016): “Es difícil escapar a la conclusión de que hemos evolucionado hasta convertirnos en un simio que se toma las cosas como algo personal”

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Que el yo sea un modelo, no una cosa, no significa que sea completamente fluido y arbitrario. Todo lo contrario: se construye desde el nacimiento a lo largo de muchas décadas. Especialmente en los niveles inferiores, los procesos cognitivos que el yo-modelo aglutina -percepción, interocepción, mecanismos básicos de regulación- no son especialmente flexibles. Por eso los entornos de desarrollo caóticos son tan perjudiciales. No sólo son estresantes de forma obvia, sino que en sus años de formación la mente no dispone de patrones estables de experiencia sobre los que modelar un yo.

Por tanto, el cambio puede seguir siendo un obstáculo para el desarrollo.

Así que el cambio puede seguir siendo muy duro. Imagina que intentas no oír el habla en tu lengua materna como algo significativo: es casi imposible. Es mejor aprender otra lengua, con todo el esfuerzo que ello conlleva, que intentar “olvidar” temporalmente la propia. Lo mismo ocurre con el yo. Los psicodélicos te permiten escuchar brevemente tu lenguaje personal de subjetividad como sonido, no como significado. Que quieras aprender otro lenguaje de la mismidad depende de ti.

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Philip Gerrans

es profesor de Filosofía en la Universidad de Adelaida (Australia) y asociado del Centro Suizo de Ciencias Afectivas de Ginebra (Suiza). Su último libro es La medida de la locura: Filosofía de la mente, neurociencia cognitiva y pensamiento delirante (2014).

Chris Letheby

is a lecturer in philosophy at the University of Western Australia and a postdoctoral researcher at the University of Adelaide, working on the ARC-funded project ‘Philosophical Perspectives on Psychedelic Psychiatry’. His monograph Philosophy of Psychedelics will be published in 2021.

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