La paradoja distintiva del individualismo sueco

Todos los países deben equilibrar la libertad de los individuos con las exigencias de la comunidad. La solución sueca es única

Fue confuso. Cuando el nuevo coronavirus asoló el mundo a principios de 2020, Suecia, de entre todos los países, optó por ignorar el consenso mundial que favorecía los cierres y las restricciones severas. Más conocida por sus políticas intervencionistas de bienestar, Suecia parecía haberse convertido de repente en una versión europea de Texas al anteponer la libertad individual al bien colectivo. El periódico liberal New York Times la calificó de “Estado paria” y acusó a los políticos y funcionarios sanitarios suecos de mantenerla abierta por motivos económicos. En el otro extremo del espectro político, los radicales estadounidenses de derechas que se manifestaron contra las restricciones del gobierno llevaban pancartas en las que pedían a sus dirigentes que siguieran el ejemplo de Suecia. Desconcertante para todos, se perfilaba el espectáculo -o el espectro- de un “Estado del bienestar libertario”

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Esta historia no es nueva, sino la reversión de una antigua. Tradicionalmente, la izquierda ha defendido a Suecia como un faro de solidaridad social, mientras que la derecha ha lamentado la falta de libertad individual. Ahora, Dr. Jekyll se había convertido en Mr. Hyde, o quizá al revés, según las inclinaciones políticas de cada cual.

¿Pero era realmente un cambio tan dramático? Siempre hubo algo simplista en las presentaciones de Suecia en Estados Unidos y otros países como modelo de igualitarismo e ingeniería social. Aunque es un readymade para la política progresista, rara vez se ha basado en una comprensión más profunda de la historia y la cultura suecas. Resulta que Suecia nunca ha sido el paraíso socialista que algunos forasteros han imaginado, ni el paraíso libertario que se ha hecho creer hoy en día.

En realidad, Suecia es sui generis. Para comprender Suecia, es necesario partir del tira y afloja entre dos poderosos impulsos humanos: el deseo de soberanía individual y la necesidad ineludible de formar parte de la sociedad. Para describir esta condición, el filósofo alemán del siglo XVIII Immanuel Kant acuñó una frase que desde entonces se ha convertido en un concepto clásico del pensamiento social: der ungesellige Geselligkeit, “sociabilidad asocial”. Los humanos, afirmaba, tenemos un impulso innato a asociarnos con los de nuestra especie. Debemos formar parte de una comunidad, no sólo para sobrevivir, sino para desarrollar nuestras capacidades innatas. Pero esta exigencia, a la vez ética y necesaria, también suscita en el individuo una especie de resistencia que amenaza con disolver la comunidad.

Todos los seres humanos, sostenía Kant, tienen una predisposición a aislarse, arraigada en el deseo de disponerlo todo a su antojo. Sin embargo, esta contradicción no es una mera circunstancia trágica que condena a la humanidad a una infelicidad sin fin. De hecho, como vio el filósofo sueco del siglo XIX Erik Gustaf Geijer, el movimiento entre comunidad y autonomía sirve para fortalecer cada elemento:

Cuanto más tratan los individuos de desprenderse de sí mismos, más agudamente sienten la naturaleza nefasta de esta necesidad, que, incluso en condiciones de odio recíproco, les obliga a forjar lazos cada vez más estrechos de dependencia mutua.

Confrontadas a esta paradoja existencial, todas las sociedades han tratado de encontrar un equilibrio entre el imperativo de las virtudes sociales y el deseo de libertad del individuo. Sin embargo, las soluciones a este dilema universal han diferido en todo el mundo. Algunas sociedades se han inclinado por el control social y político, minimizando la libertad individual. Otras han tratado de disminuir la injerencia del Estado en el ámbito privado y, en su lugar, confiar en el mercado, las familias y la solidaridad voluntaria de la sociedad civil. Suecia es interesante porque ha creado un contrato social que incluye un Estado fuerte pero al servicio de una forma extrema de autonomía individual. No ha transigido en ninguna de las dos direcciones, sino que ha abrazado la paradoja kantiana de frente y con gusto.

Podemos estudiar este contrato social desde dos direcciones. Desde arriba podemos rastrear la construcción institucional, que muestra que el sello distintivo de la Suecia moderna -que no es tanto un modelo como un producto histórico- es que pretende ofrecer a sus ciudadanos la libertad de los vínculos tradicionales de la comunidad sin poner en peligro el orden moral de la sociedad. En una aparente paradoja, Suecia ha conseguido combinar altos niveles de confianza social y una fe en las instituciones colectivas con una afirmación de la autonomía individual. Como demuestran los estudios comparativos sobre la confianza social, así como la confianza en las instituciones, Suecia destaca como sociedad de alta confianza junto con otros países (Alemania y Austria). Al mismo tiempo, como muestran los datos de la Encuesta Mundial de Valores (2017-22) (véase Figura 2 más abajo), Suecia también es extrema en lo que respecta a la insistencia en los valores que hacen hincapié en la autorrealización, así como en los que consideran al individuo, en lugar de familia, clan, comunidad religiosa o grupo étnico, como unidades fundamentales de la sociedad. Este énfasis en la autonomía individual está a su vez vinculado a valores relacionados, como la atención a la igualdad de género, los derechos de los niños y los derechos de las minorías sexuales. El nombre que he dado a esta alianza entre el Estado y el individuo es individualismo estatalista.

Pero para comprender plenamente este contrato social también debemos plantearnos la pregunta crucial de qué ha hecho popular este acuerdo entre los ciudadanos de Suecia a nivel individual, existencial. Al fin y al cabo, la creación de instituciones que desde la década de 1930 ha transformado el país coincidió con la democratización de Suecia, en sí misma un proceso gradual que se desarrolló a lo largo del siglo XX. Al principio sólo incluía a los hombres, y más tarde a las mujeres, los niños, los ancianos y las personas que durante mucho tiempo habían sido discriminadas y excluidas de la vida política de Suecia.

Los científicos sociales vinculados al dominante partido socialdemócrata sueco desempeñaron un papel. A veces se presentaban como ingenieros sociales, deseosos de arreglar la vida de los ciudadanos, pero no eran libres de actuar a su antojo, ya que estaban sujetos a frecuentes juicios electorales. Así pues, el apoyo popular al peculiar contrato social de la nación se basó desde el principio en la capacidad de los líderes políticos para captar las preferencias populares. Éstas incluían, de forma destacada, una creencia generalizada en la importancia de ser independiente de otras personas, de ser autónomo y no estar subordinado ni endeudado, ya fuera esa deuda económica, emocional o social. En el núcleo de esta convicción está la idea de que el amor y la amistad verdaderos, de hecho cualquier relación auténtica, no se construyen sobre la dependencia mutua, sino sobre la igualdad, la libertad de elección y la autonomía. He denominado a esta lógica moral teoría sueca del amor.

La brecha entre la retórica de los valores familiares y la realidad de pobreza y soledad era claramente amplia

Para los ciudadanos de a pie, este contrato social, tal y como evolucionó con el tiempo de visión a realidad concreta, ha resultado muy atractivo. Para explicar por qué, permíteme poner primero dos ejemplos de mi propia vida. El primero se remonta a cuando decidí matricularme en la universidad en EEUU a la edad de 19 años. Aunque los requisitos académicos eran bastante fáciles de entender, tenía mucho menos clara la cuestión de cómo iba a pagar la matrícula, el alojamiento y la manutención, que suponían unos costes considerables, incluso a principios de los años setenta. Resultó que la oficina financiera de la universidad en la que había puesto mis ojos -la Pomona College de California- me entregó dos juegos de formularios para rellenar. El primero se refería a mis propios ingresos y patrimonio -una simple cuestión de ceros y una firma-, pero el segundo pedía que mis padres presentaran información similar. Esto me dejó perpleja. En Suecia, las normas sobre ayudas económicas en forma de becas y préstamos se habían reformado recientemente para eliminar cualquier consideración sobre los ingresos o el patrimonio de los padres o el cónyuge. La lógica era que, como adultos (aunque todavía jóvenes), los estudiantes no debían estar sometidos al control de los padres ni depender de ellos en términos económicos.

Le planteé este punto al funcionario de ayuda económica en términos inequívocos. Puesto que yo era adulta, ¿qué importancia tenía la situación económica de mis padres? Me explicaron que en EE.UU. se esperaba que los padres contribuyeran al coste de la educación superior. Entonces señalé el problema, tal como yo lo veía, de que esto podía significar que los padres condicionaran su apoyo de un modo que restringiera la libertad y la autonomía del estudiante. ¿Qué pasaría si, por ejemplo, yo quisiera especializarme en Historia, con sus cuestionables perspectivas de carrera e ingresos, y mis padres me dijeran que sólo me apoyarían si elegía una carrera más prometedora, como Economía, Pregrado en Derecho o Pregrado en Medicina? Por suerte, esto no importaba mucho, ya que mis padres eran tan pobres como yo. Pero la experiencia me hizo reflexionar sobre esta diferencia de política. ¿Qué decía sobre la relación entre el Estado, la familia y el individuo?

Diez años más tarde, trabajé en empleos esporádicos en San Francisco: de noche en una cafetería, de día para una organización sin ánimo de lucro llamada Meals on Wheels que proporcionaba comidas a personas mayores que tenían dificultades para comprar comida y cocinar en casa. Por aquel entonces, estaba más familiarizada con el énfasis en los “valores familiares”, tan importantes en EEUU y, de hecho, en la mayor parte del mundo. Así que me desconcertó ver cómo muchos de los ancianos a los que atendíamos sufrían aparentemente la ausencia tanto de apoyo estatal como de cuidados familiares. La brecha entre la retórica de los valores familiares y la realidad de pobreza y soledad era claramente amplia. De nuevo me vino a la mente la diferencia entre Suecia y la mayoría de los países. Cuando más tarde empecé a investigar sobre el asunto, descubrí que las leyes suecas se habían modificado en los años setenta para transferir la responsabilidad legal y económica de los ancianos de los hijos mayores al Estado.

Thoy en día, aunque los críticos socialconservadores a veces se lamentan de esta situación, sugiriendo que la dependencia del Estado genera aislamiento social y soledad, los estudios demuestran que los propios ancianos parecen salir beneficiados. Los ancianos de Suecia y de los demás países nórdicos no sólo manifiestan un mayor grado de felicidad, sino que también están más satisfechos con sus redes sociales. Además, esta investigación señala lo que constituye la esencia de la teoría sueca del amor, a saber, que las relaciones sociales son voluntarias, no atribuidas, y no se basan en el deber, sino en la libre elección.

Un tercer ejemplo es la lógica que sustenta el código fiscal sueco. En 1971 se eliminó la tributación conjunta en favor de una estricta tributación individual. La idea era que en un momento en que las mujeres empezaban a acudir en masa al mercado laboral, la tributación conjunta suponía un obstáculo en forma de incentivo negativo. Si una mujer empezaba a ganar dinero, sus ingresos se sumarían a los del marido, y en una época de fiscalidad progresiva eso significaba que los ingresos de la mujer estarían efectivamente sujetos a un impuesto mayor. A esto hay que añadir que antes de la década de 1970 todavía no existía en Suecia una guardería universal financiada con los impuestos, lo que significaba que dicha guardería -sin la cual sería imposible que tanto el marido como la mujer trabajasen- tenía que pagarse de forma privada, una propuesta costosa.

La introducción de una fiscalidad individual estricta -no existía la opción de elegir una fiscalidad conjunta- y, con el tiempo, de guarderías universales, creó las condiciones para que las mujeres se incorporaran en masa a la población activa. Esto, a su vez, les proporcionó la independencia económica sin la cual hablar de igualdad de género sólo sería retórica. Estas reformas, a las que cabe añadir la primera ley del mundo que penalizaba los azotes a los niños, incluso en casa, y la legalización del matrimonio de género neutro, supusieron que la familia se convirtiera cada vez más en una sociedad voluntaria, en lugar de la anticuada familia tradicional caracterizada por relaciones de poder patriarcales. Sin duda, estas reformas, que un perspicaz escritor ha calificado de “revolución incruenta”, crearon oposición. Un grupo llamado Campaña por la Familia recogió unas 60.000 firmas de amas de casa airadas y conservadores religiosos para protestar contra la nueva ley fiscal. Pero, en general, el apoyo superó con creces a la oposición y los días del ama de casa sueca estaban contados.

La familia es a la vez objeto y colaboradora del estado del bienestar

Para iluminar la peculiaridad sueca en este sentido, ayuda comparar Suecia con Alemania y EEUU, países que en muchos aspectos son similares. Los tres son sociedades de mercado ricas, vibrantes y democráticas. Sin embargo, practican formas radicalmente distintas de contratos sociales, basados en lógicas morales y políticas fundamentalmente diferentes. Para facilitar la comparación, resulta útil la siguiente figura. Representa una especie de triángulo dramático en el que intervienen el Estado, el Individuo y la Familia/Sociedad Civil, y cómo se desarrolla la dinámica en los tres países.

Figura.

En Suecia, el lado dominante es el que conecta al Estado y al individuo. El Estado se ve de forma positiva y una de las expresiones más sencillas de una sociedad con un alto nivel de confianza, como Suecia, es la disposición de los ciudadanos a pagar impuestos. Los derechos individuales son “positivos”, y adoptan la forma de derechos sociales e inversión en las personas. En EEUU, en cambio, el Estado se ve con recelo. La constitución y la cultura política se caracterizan por la falta de confianza en el estado y el deseo de proteger la autonomía de la familia y de las Iglesias, además de estipular una declaración de derechos, derechos individuales “negativos” que pretenden proteger la libertad individual frente al poder estatal. Aquí el lado fuerte es más bien el que conecta al individuo con la familia/sociedad civil. En Alemania, por el contrario, el lado fuerte es el que vincula al Estado con la familia/sociedad civil. El Estado se considera importante para garantizar la igualdad de acceso a recursos cívicos fundamentales como la educación y la asistencia sanitaria, pero en lo que respecta a la aplicación real de los servicios sociales, éstos deben delegarse -siempre que sea posible- en la familia y en las organizaciones sin ánimo de lucro de la sociedad civil.

En Alemania, la política de asistencia social es más bien la que conecta al individuo con la familia/sociedad civil.

En Alemania, la política de bienestar parte así de la idea de que la familia es a la vez objeto y colaboradora del Estado de bienestar. El Estado protege y apoya a la familia, así como a otras instituciones de la sociedad civil, con el objetivo de que cada una de ellas pueda, a su vez, velar por el bienestar de las personas en forma de cuidado de niños y ancianos, educación y asistencia sanitaria. Aunque el compromiso del sector público con la seguridad social de sus ciudadanos es masivo, se considera que su aplicación la llevan a cabo mejor los actores de la sociedad civil, desde las amas de casa hasta distintos tipos de organizaciones religiosas benéficas. Se consideran naturales los fuertes lazos de dependencia, pero también hay consenso en que el Estado tiene una gran responsabilidad social última, como último respaldo. Pero el objetivo principal es que la familia y las organizaciones sin ánimo de lucro asuman la responsabilidad central, según la lógica de la subsidiariedad, un principio, derivado del pensamiento social católico, que subraya el papel de la Iglesia y la familia.

Cuando el Estado alemán interviene, lo hace sobre la base de la comprobación de las necesidades, no según la lógica del Estado proveedor de derechos sociales universales. En Alemania, las condiciones para acceder a la ayuda estatal suelen subrayar el hecho de que el beneficiario es subordinado, dependiente e incapaz de valerse por sí mismo. Sin embargo, como la norma moral no sostiene la autonomía individual como un valor superior, se reduce el grado de estigmatización causado por la dependencia.

Estados Unidos, como se ha señalado, se caracteriza por una arraigada antipatía hacia la implicación del Estado en cualquier aspecto de la esfera privada, ya sea en relación con el individuo o con la familia. Aunque el Estado del bienestar estadounidense es más completo de lo que a veces les gusta aparentar tanto a los defensores como a los críticos del modelo estadounidense, su punto de partida es que el individuo debe valerse por sí mismo, dentro de los parámetros de las reglas del mercado, o confiar en la buena voluntad y los recursos disponibles de su familia, su comunidad religiosa/étnica o la beneficencia. La red de seguridad social existe principalmente para ayudar a los ciudadanos que no pueden abrirse camino en el mercado y carecen del apoyo necesario de su familia o de la sociedad civil. Tanto esta fe en el derecho del individuo a encontrar la felicidad como el poderoso (y a menudo religiosamente influido) ideal de la familia dificultan la aplicación de una política de bienestar más activista y universal en EE.UU.

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En un aspecto importante, Suecia se parece a Alemania en cuanto a sus ambiciones en política de bienestar. A diferencia de EEUU, suecos y alemanes dan más o menos por sentado que el Estado es un actor en la promoción del bienestar de los ciudadanos. Sin embargo, Alemania también difiere radicalmente en lo que considera la unidad fundamental de la sociedad. En Suecia, los recursos y las medidas se dirigen, como ya hemos dicho, al ciudadano individual, sin pasar por la familia ni por las organizaciones sin ánimo de lucro. De este modo, el Estado protege al individuo de cualquier riesgo de acabar en una relación de dependencia respecto a sus padres, cónyuges u organizaciones benéficas. También conduce a que el ciudadano emancipado se mueva más en el mercado laboral, se gobierne más fácilmente a través de medidas políticas y se incline más a recurrir al mercado para satisfacer necesidades que antes se habrían satisfecho en el seno de la familia. La seguridad social, las prestaciones por hijos a cargo, las becas de estudios y otras formas de redistribución estatal adoptan la forma de derechos sociales incuestionables, que corresponden a los ciudadanos individuales.

En algunos aspectos, existen similitudes en la forma en que Suecia y EEUU ven al individuo. En ambos países existe un ethos fuertemente individualista. Ambos países hacen hincapié en la autorrealización y en un deseo modernista de cambio frente a la tradición y la lealtad a una comunidad. En cuanto al trabajo remunerado de la mujer, el cuidado de los hijos fuera del hogar y las familias monoparentales, tanto EEUU como Suecia ocupan los primeros puestos desde una perspectiva internacional. La diferencia es que en Suecia se espera que el Estado apoye esta lucha por la independencia, y no sólo ofreciendo una amplia red de seguridad social. El contrato social sueco también impone al Estado la obligación de poner a disposición recursos que hagan al individuo independiente de la familia, los vecinos, los empresarios y otras redes colectivas.

Estado sueco.

SLa excepcionalidad de Suecia queda patente en proyectos de investigación cuantitativa a gran escala, como el Estudio Mundial de Valores, mencionado anteriormente, que desde la década de 1980 ha producido un gigantesco corpus de datos sobre diferencias culturales, variaciones en el estilo de vida y distintos patrones de valores dentro de Europa y en el mundo en general. En las mediciones de los valores tradicionales basados en la religión, la familia y la nación frente a los valores emancipadores que hacen hincapié en la autorrealización y la autonomía individual, Suecia ocupa una posición extrema en la esquina superior derecha del “mapa cultural”

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Como ha señalado el sociólogo sueco de la religión Thorleif Pettersson en su análisis de los datos, los suecos se caracterizan por tener “el perfil de valores más atípico y divergente de todos”. En la mayoría de los ámbitos de la vida, los suecos dan prioridad a la independencia personal respecto a las relaciones familiares y la autoridad tradicional. Desde una perspectiva europea, Suecia ocupa la primera posición en lo que respecta a la aceptación del divorcio por parte de los ciudadanos, la opinión sobre la igualdad de responsabilidad de hombres y mujeres en la provisión de ingresos para la economía doméstica, la tolerancia hacia la orientación sexual de otras personas, la disposición a participar en acciones políticas y la actitud hacia la importancia de la responsabilidad personal. Por el contrario, Suecia se sitúa en los últimos puestos de la encuesta en cuanto a la expectativa de que los hijos deben amar y honrar a sus padres, y el número de personas que se consideran religiosas.

Los cuidados de enfermería institucionalizados están sustituyendo a los vínculos entre las personas que antes eran la base de la intimidad

Suecia también destaca en otras investigaciones comparativas sobre los valores, las prácticas y las instituciones asociadas a la familia. Desde una perspectiva global, los países escandinavos, sin excepción, son los que más han avanzado en el proceso de individualización. Pero incluso en este grupo, Suecia es un caso atípico.

A los defensores del Estado del Bienestar les gusta afirmar que la alianza entre el Estado y el individuo ha aportado muchas ventajas. Todos los ciudadanos de Suecia pueden recurrir a la asistencia social del Estado durante los periodos difíciles de su vida sin ningún estigma. Los ciudadanos se sienten más seguros sabiendo que existe un grado fundamental de seguridad, y en consecuencia son más flexibles y están más dispuestos a cambiar. Con la seguridad de saber que existe una red de seguridad social de malla fina, las personas se sienten libres para formarse, cambiar de trabajo, divorciarse y tener hijos sin llegar a depender de la familia, el empleador o los amigos.

Sin embargo, Suecia tiene una red de seguridad social de malla fina.

Pero también se ha criticado el fuerte énfasis que Suecia pone en la autonomía individual. Se ha argumentado que la arrogación por parte del Estado de los compromisos interpersonales tradicionales está fomentando el desarrollo de una sociedad cada vez más fría y carente de amor. Los cuidados de enfermería institucionalizados están sustituyendo a los vínculos entre las personas que antaño eran la base de la intimidad y la cercanía. Las elevadas tasas de divorcio, la soledad y la mala salud mental se citan a menudo como consecuencias negativas de la alianza entre el Estado y el individuo en contra de la familia.

Otra de las críticas recurrentes es que el Estado y la familia están cada vez más unidos.

Otra crítica recurrente se centra menos en las cuestiones existenciales del individualismo frente a la comunidad y, en cambio, considera la cuestión desde una perspectiva de poder. La autonomía en relación con otras personas se ha comprado a un alto precio, se argumenta. No sólo se han socavado las comunidades naturales de la sociedad civil, sino que los ciudadanos se han subordinado al poder del Estado, un poder que no siempre se ejerce con ternura o consideración. Al igual que EE.UU. y Alemania, Suecia tenía un fuerte programa de eugenesia que en la década de 1930 condujo a esterilizaciones forzosas. Se puede trazar una línea recta desde estas terribles medidas -basadas en una ley que no se derogó hasta 1976- hasta los derechos bastante débiles que, incluso hoy, disfrutan los suecos como individuos en relación con el Estado. La cultura política sueca sencillamente no proporciona una división de poderes basada en la Constitución que permita derechos individuales que puedan reclamarse ante un tribunal. Los sólidos derechos sociales suecos se ejercen, en última instancia, no mediante contratos civiles perseguibles ante los tribunales, sino por profesionales. Por ejemplo, en el sector sanitario, los médicos y enfermeros tienen la amplia responsabilidad de prestar asistencia sanitaria en igualdad de condiciones a todos los ciudadanos y residentes. Pero cuando se producen conflictos en casos de mala praxis o decisiones relativas a la priorización, el paciente individual tiene, en consecuencia, poco poder para cuestionar eficazmente las decisiones.

Hin embargo, el reto más destacado para el contrato social sueco ha sido en los últimos años el impacto de la rápida inmigración, que ha provocado un cambio demográfico espectacular. En la actualidad, más del 20% de la población ha nacido en el extranjero. Además, mientras que en las primeras oleadas de inmigración, entre los años 40 y 70, hubo inmigrantes laborales -así como refugiados a los que se trató efectivamente como inmigrantes laborales-, las llegadas más recientes han sido de refugiados. Al mismo tiempo, la política de integración ha pasado de hacer hincapié en la asimilación y la integración mediante el empleo, a una nueva ideología que abraza ideales como la diversidad y el multiculturalismo. El resultado ha sido un gran número de inmigrantes que sufren altas tasas de desempleo, vinculadas a un escaso conocimiento de la lengua sueca, a la falta de educación y a la segregación tanto en términos de escuelas como de vivienda.

Detrás de este cambio subyace una tensión entre dos relatos sobre la identidad nacional sueca. Una, en la que se ha centrado este artículo, supone un contrato social nacional y ciudadanos que trabajan, pagan impuestos y, de este modo, se ganan derechos. Esto implica una lógica moral bastante severa basada en una forma condicional de altruismo arraigada en la idea de reciprocidad: el estado del bienestar como una combinación de compañía de seguros y banco de inversiones; todos los ciudadanos adultos contribuyen mediante el trabajo, invirtiendo en los jóvenes y garantizando las necesidades sociales de los ancianos y enfermos.

La sociedad sueca moderna ofrece a los individuos la máxima liberación con las mínimas consecuencias morales

La otra lógica -por la que denomino a Suecia “superpotencia moral”- imagina un mundo posnacional definido menos por una solidaridad nacional limitada entre ciudadanos que por una comunidad globalizada a imagen de los derechos humanos, una visión que desafía de facto el contrato social nacional. El estado del bienestar se convierte en una forma de “chovinismo del bienestar” excluyente que implica xenofobia y racismo.

La tensión no resuelta entre la lógica de la comunidad nacional y una ética global de los derechos humanos se ha traducido, durante las últimas décadas, en el ascenso de un partido, los Demócratas Suecos, que es abiertamente contrario a la inmigración, así como en un ambiente político más polarizado que, en sí mismo, amenaza el contrato social.

Dicho esto, hay un hecho histórico sobre el Estado del Bienestar sueco que permanece: representa una solución tan inusual como exitosa para afrontar el reto de cómo la sociedad debe equilibrar la lucha individual por la soberanía con la necesidad recíproca de mitigar el colapso social y la “guerra de todos contra todos”. Democrática, electiva y profundamente arraigada en la historia de la nación, la sociedad sueca moderna se ha creado sobre la base de un contrato social que ofrece a los individuos la máxima liberación con las mínimas consecuencias morales.

El estado del bienestar sueco, y el contrato social que encarna, tampoco es simplemente una solución desde arriba, impuesta por ingenieros sociales fanáticos. Por el contrario, el impulso de romper con los estrechos lazos familiares y de otro tipo en la sociedad civil ha estado profundamente anclado en las prácticas populares y, además, ha llegado a considerarse una expresión de solidaridad y no de alienación.

Además, aunque este contrato social ha sido marcadamente nacional, sus principios fundamentales no son étnicos ni raciales. Más bien, el énfasis en la autonomía individual y la igualdad de oportunidades sugiere un potencial para la inclusión también de los inmigrantes, que a menudo proceden de países donde se les han negado libertades y oportunidades básicas. Por este motivo, las perspectivas del contrato social sueco siguen siendo potencialmente buenas, suponiendo que la integración tenga más éxito, quizá a medida que se controlen mejor los grandes flujos de inmigración para dar tiempo a la inclusión, sobre todo a través del trabajo.

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Lars Trägårdh

es catedrático de Historia en la Universidad de Uppsala, Suecia. Su libro más reciente, en coautoría con Henrik Berggren, es La Teoría Sueca del Amor: Individualismo y Confianza Social en la Suecia Moderna (2022).

La Teoría Sueca del Amor: Individualismo y Confianza Social en la Suecia Moderna (2022).

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