El Rococó es un movimiento artístico nacido en Francia, que se desarrolla de forma progresiva entre los años 1730 y 1760 aproximadamente.
El Rococó es definido como un arte individualista, antiformalista y cortesano, por el artista Ronald Rizzo. Se caracteriza por el gusto por los colores luminosos, suaves y claros. Predominan las formas inspiradas en la naturaleza, la mitología, la representación de los cuerpos desnudos, el arte oriental y especialmente los temas galantes y amorosos. Es un arte básicamente mundano, sin influencias religiosas, que trata temas de la vida diaria y las relaciones humanas, un estilo que busca reflejar lo que es agradable, refinado, exótico y sensual.
Pasión por el rococó
El arte y la arquitectura del rococó vienen a ser como un Barroco muy pasado de rosca. A principios del siglo XVIII, las clases altas (primero en Francia, y luego en toda Europa) rechazaron la sobriedad del Barroco y se hicieron adictas a la ornamentación: curvas caprichosas, tonos pastel, filigranas de oro y paisajes voluptuosos.
Si el Barroco fue robusto, regio y dramático, el rococó es delicado y juguetón. El Barroco estaba al servicio de la Iglesia y pretendía elevar a la gente al cielo, mientras que el rococó los devolvió a la tierra. La espiritualidad sublime fue sustituida por una sensualidad elegante. En aquel entonces, el nuevo estilo se llamó genre pittoresque (género pintoresco). El término rococó no entró en boga hasta finales del siglo XVIII, cuando el estilo ya estaba pasado de moda.
En lugar de santos estáticos en estancias iluminadas por velas, retratos de reyes regios y escenas heroicas, los artistas del rococó mostraron una clara preferencia por paisajes idílicos habitados por aristócratas ávidos de placeres, como las obras Amantes en el parque, de François Boucher, y La gallina ciega, de Jean-Honoré Fragonard. También les encantaba pintar fantasías mitológicas con ninfas desnudas divirtiéndose en ambientes pastoriles, como los cuadros de Boucher titulados Diana saliendo del baño y Hércules y Ónfale.
Los techos dorados de los palacios, como el de la Kaisersaal de Würzburg, Alemania (una mezcla de estilo francés, italiano y rococó alemán), a menudo muestran querubines regordetes que, desde sus nubes esponjosas, contemplan cómo se divierte la gente más abajo. Esas pinturas implican que incluso los ángeles (al menos los jóvenes) aprobaban el estilo de vida de la alta sociedad del siglo XVIII. Sin embargo, para los pobres que corrían con los gastos de la fiesta (porque eran el único segmento de la sociedad francesa que pagaba impuestos), aquella actitud fue un absoluto desprecio y encendió la mecha de la Revolución francesa de 1789.
La fiesta comenzó en 1715, cuando falleció el rey Luis XIV. Los aristócratas franceses se sintieron liberados tras pasar setenta y dos años bajo un férreo yugo autocrático. El nuevo monarca Luis XV fue coronado con tan solo cinco años de edad. Mientras él se hacía mayor, los aristócratas iban de fiesta en fiesta, y cuando hubo madurado, ya no había quien los parara. La arquitectura francesa se sumó a la diversión. Los arquitectos del rococó transformaron los palacios en patios de juegos. Las paredes, los salones y el mobiliario de casas de campo y apartamentos parisinos refulgían con los ornamentos más recargados, y los techos de los palacios se decoraron con complejas filigranas de oro y plata. La nobleza y el nuevo rey contrataron a artistas como Antoine Watteau, Boucher y Fragonard para que decoraran sus villas con pinturas donde la vida aristocrática se mostrara como una sucesión inacabable de placeres.
El diseño rococó era contagioso y se extendió como la pólvora por toda Europa. Daba la impresión de que todo el mundo quería pasarlo bien, aunque en el sur de Alemania y en Austria el rococó sirvió a los fines de la Iglesia católica. Sin embargo, aquel estilo extravagante y recargado no tuvo una buena acogida en la sobria Inglaterra. Artistas como William Hogarth, Thomas Gainsborough y sir Joshua Reynolds, así como el arquitecto sir Christopher Wren, desarrollaron una variante formal del Barroco más al gusto de los ingleses.
Romper con el Barroco: Antoine Watteau
La fiesta tardó un poco en animarse. El primer gran artista del rococó, Antoine Watteau (1684-1721), fue moderado en comparación con los que vendrían después. Pintó escenas de paraísos terrenales donde elegantes aristócratas se divierten, disfrutan de obras teatrales o escuchan música en directo. La todopoderosa Academia de Bellas Artes francesa creó un nuevo género, las fêtes galantes (fiestas galantes) para clasificar las pinturas de Watteau. Los paisajes de este artista suelen estar envueltos por una tenue bruma que confunde los árboles, las colinas, los mares y el cielo en un espacio poético donde solo pueden ocurrir cosas bellas. Esta bruma, además, contribuye a que las escenas se distancien del mundo real; todos los defectos quedan ocultos por esas Arcadias lejanas y difusas.
Watteau unió a menudo el teatro y la vida real en sus pinturas, que son como obras teatrales sobre lienzo (su maestro, Claude Gillot, era pintor profesional de escenarios y decorados). En muchas de esas pinturas aparecen actores de la Commedia dell’arte italiana, un tipo de teatro entonces en boga que utilizaba la improvisación, y en el que aparecían personajes cómicos como Arlequín, Colombina y Polichinela. En la pintura de Watteau titulada Amor en el teatro italiano, Arlequín toca su guitarra a la luz de una antorcha mientras otros actores y aristócratas disfrutan de la música en silencio. Esta pintura fue bastante radical para su época, ya que la Commedia dell’arte (a menudo subida de tono) fue prohibida en Francia durante los últimos años del reinado de Luis XIV (de 1697 a 1716).
El cuadro titulado Gilles (ver la figura 15-1) muestra una cara más oscura de aquel período. Pierrot (también llamado Gilles) está solo en el escenario mirando al espectador, su único público. Parece como si estuviera esperando un aplauso que nunca ha de llegar. Con la cara triste y vestido de blanco, lo vemos separado de sus compañeros, que se divierten al fondo, como si él ya no encajara en el grupo.
Gilles muestra la cara oscura del rococó. Algunas personas no participaron de la fiesta
Fragonard y Boucher: lujo, lujuria y erotismo
François Boucher y Jean-Honoré Fragonard revolucionaron la fiesta. Aunque en sus pinturas mitológicas mostraron conductas exhibicionistas de una manera más o menos velada, también aludieron con claridad a esa variante sexual en sus representaciones pictóricas de la vida cotidiana de los aristócratas. Al expresar la sexualidad en un entorno elegante, hicieron que fuera del agrado de sus contemporáneos.
François Boucher
Las pinturas de François Boucher (1703-1770) son tan eróticas, al menos para los estándares del siglo XVIII, que muchos de sus contemporáneos, incluido Denis Diderot (ver el capítulo 16), tacharon algunas de pornográficas. Sin embargo, a madame de Pompadour, la célebre e influyente amante de Luis XV, le encantaba Boucher y su obra, de manera que el artista no tuvo mayores problemas.
Las obras de Boucher son como el tocador de una mujer rica: suaves, sensuales y con un toque de perfume francés. En Cupido cautivo se burla veladamente del dios del amor, Cupido, a quien hace caer en su propia trampa. En lugar de ir por ahí atravesando corazones con sus famosas flechas llameantes, ahora Cupido es prisionero en un jardín paradisíaco, encadenado por los brazos y las piernas de varias mujeres. Una de las ninfas le ha quitado las flechas y le ha dejado indefenso.
Jean-Honoré Fragonard
Jean-Honoré Fragonard (1732-1806) fue alumno de Boucher, y la influencia de este último se deja notar en algunas de sus obras (por ejemplo en Las bañistas, que quizá sea más orgiástica incluso que los cuadros de su maestro). Fragonard también pintó paisajes bañados por el sol y habitados por nobles de rostros empolvados, que recuerdan a la obra de Watteau. No obstante, incluso en esas pinturas hay alusiones eróticas.
A primera vista, El columpio (ver la figura 15-2) muestra una inocente escena campestre: una bella mujer se balancea en un columpio empujado por un hombre mayor, mientras un apuesto joven la mira desde el suelo. Unas estatuas de querubines observan la escena como si estuvieran vivas y fueran a unirse a la diversión, aunque no nos percatamos de ellas inmediatamente. La atención del espectador se dirige al luminoso vestido rosa de la mujer, cuya falda se levanta en el momento de máximo balanceo del columpio. Un examen más minucioso revela que uno de sus zapatos ha salido volando. El hombre que tiene delante la mira encandilado, no porque a ella se le haya escapado un zapato, sino porque puede ver por debajo de su falda. De todos modos, tampoco puede afirmarse con rotundidad que esté haciendo eso. Este equívoco genera una tensión que resulta excitante, a la vez que convierte la pintura en aceptable para la moralidad del siglo XVIII.
Aunque la pintura tiene un trasfondo claramente erótico, también nos está diciendo veladamente que los ricos vivían en un feliz aislamiento, abandonados a sus placeres y ajenos a las tribulaciones de las clases más desfavorecidas.
El columpio, de Fragonard, viste la sexualidad con un disfraz de inocencia
Veintidós años después de que Fragonard pintara El columpio, la Revolución francesa permitió que las clases desfavorecidas dieran rienda suelta a todo el rencor acumulado. Para entonces, las sensuales pinturas del rococó habían caído en desgracia y Fragonard vivía en la miseria.
En las nubes: Giovanni Battista Tiepolo
Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) devolvió la temática religiosa al arte del siglo XVIII. Pintó muchos retablos para iglesias de Venecia, Milán, Bérgamo y Padua. Es muy conocido por sus frescos (pinturas sobre yeso húmedo o seco), que le reportaron fama internacional.
Pintó techos de efecto ilusionista en palacios e iglesias de toda Europa, incluida la Kaisersaal de Würzbug (Alemania), mencionada al principio de este capítulo. Los personajes principales de sus frescos son santos y ángeles de piel pálida, figuras mitológicas vestidas con prendas movidas por el viento o figuras históricas. A menudo esos personajes están recostados sobre nubes bañadas por el sol, flotando en el cielo o en el Olimpo. A mediados de siglo, Tiepolo era el pintor más requerido de toda Europa.
Rococó descafeinado: el movimiento en Inglaterra
Aunque el rococó nunca llegó a pisar suelo británico, los artistas ingleses recibieron su influencia como una brisa fresca que hubiera cruzado el canal de la Mancha. El arte inglés, sin volverse ampuloso, adoptó un aire nuevo y menos severo. Los dos grandes pintores británicos de la época, Thomas Gainsborough y Joshua Reynolds, se vieron influenciados por Watteau, por los artistas del barroco y el Renacimiento italianos, y por los pintores holandeses y flamencos. El tercer gran nombre de la pintura británica del siglo XVIII fue William Hogarth.
Inglaterra llevaba doscientos años (desde Nicolas Hilliard [1547-1619]) sin tener un pintor de renombre. En el siglo XVIII produjo tres de ellos. Sir Joshua Reynolds, el primer presidente de la Real Academia de Bellas Artes británica, reconoció este hecho y a la vez elogió a su rival Thomas Gainsborough: “Si alguna vez esta nación llega a producir el genio suficiente como para recibir la honorable distinción de una escuela inglesa [de pintura], el nombre de Gainsborough se transmitirá a la posterioridad, dentro de la historia del arte, como uno de los primeros que impulsaron ese logro”.
William Hogarth
Los grabados de William Hogarth (1697-1764) caricaturizan a los ingleses más pudientes. Hogarth fue uno de los pocos artistas de ese período que utilizaron su talento para criticar y hacer escarnio de las clases altas, denunciando sus excesos, extravagancias y depravación moral. En su juventud aprendió las técnicas del grabado, y posteriormente cambió a la pintura. Sin embargo, el grabador que tenía dentro nunca murió. De hecho, hizo grabados de algunas de sus pinturas para poder vender muchas copias de ellas. Un hombre listo, sin duda.
Al igual que la obra de Watteau, las pinturas de Hogarth parecen piezas teatrales, en este caso comedias costumbristas. Creó una serie de pinturas que cuentan historias a la manera de tiras cómicas. Cada pintura es un capítulo de la historia. La primera de estas series de pinturas morales se llamó La carrera de una prostituta. Tuvo un éxito arrollador. La serie muestra la transformación de una chica de campo en una prostituta de ciudad, y da cuenta de su lenta degradación. Hogarth incluso nos enseña la horrible muerte y el funeral de la mujer, para darnos una lección moral.
Su segundo gran éxito fue La vida de un libertino. Este ciclo cuenta el hundimiento moral de Tom Rakewell. En uno de los episodios, La orgía, vemos a Tom completamente borracho en un burdel. Una prostituta le está acariciando el pecho, pero él está demasiado ebrio como para darse cuenta. A la izquierda, una sirvienta que sostiene una vela contempla la escena horrorizada. Hay ropa tirada por todas partes. Algunas mujeres beben ron o whisky sin ningún recato, y una de ellas amenaza a otra con un cuchillo. Junto a ellas, un cliente está estrangulando a una prostituta que coquetea con él. En la última escena del ciclo, Tom Rakewell está en un manicomio.
Aunque las pinturas y grabados de Hogarth tienen una intención moralista, en ningún momento tenemos la impresión de que nos estén sermoneando. Todas sus obras están repletas de detalles entretenidos y, a menudo, cómicos.
Thomas Gainsborough
Las pinturas de Thomas Gainsborough (1727-1788) son un ejemplo de buenas maneras. Todas las personas y objetos están donde deben. Su especialidad eran los retratos de caballeros y aristócratas, y también los paisajes de la campiña inglesa.
Empezó como paisajista, pero luego vio que los retratos daban más dinero. No obstante, Gainsborough nunca dejó de pintar paisajes. De hecho, muchas de las personas que retrataba aparecen al aire libre. Por ejemplo, en su magnífica obra El señor y la señora Andrews, Gainsborough retrata al elegante matrimonio con un bello paisaje a sus espaldas. La señora Andrews, ataviada con un vestido de tafetán azul y unas zapatillas de terciopelo rosa, parece lista para ir a la ópera, pero a la vez se siente cómoda en ese entorno rural. El señor Andrews, flanqueado por su perro lebrel, parece preparado para salir a cazar. Sin embargo, su elegante chaqueta blanca no es la indumentaria más adecuada para esos menesteres. Como nobles rurales, están los dos en su elemento, aunque obviamente ninguno de los dos ha cogido jamás una azada. Son propietarios de la tierra, pero no la trabajan. De hecho, el paisaje parece haber sido sometido por el arma de él y el vestido de ella. Para que los retratados estuvieran más cómodos, Gainsborough plantó un bonito banco de hierro forjado en mitad del prado. Ese aditamento, en el cual ella está sentada y él apoyado, los separa todavía más del paisaje que dominan.
En aquella época el Imperio británico se encontraba en plena expansión. Ciento cincuenta y cinco años después, Gran Bretaña gobernaba sobre una cuarta parte de la población mundial. Las pinturas que mostraban a caballeros ingleses de clase alta en sus dominios se hicieron muy populares hacia mediados del siglo XVIII.
Sir Joshua Reynolds
Sir Joshua Reynolds (1723-1792) llevó Italia a Inglaterra. Estudió en Roma de 1750 a 1752 y luego recorrió Italia entera. Muy influenciado por Miguel Ángel, Rafael, Tiziano y el manierista Giulio Romano, importó a Inglaterra lo que él mismo denominó “gran estilo”. Como primer presidente de la Real Academia de Bellas Artes, Reynolds contribuyó a modelar los gustos artísticos en toda Gran Bretaña.
Cerca del final de su carrera, en uno de sus famosos discursos, Reynolds dijo a sus alumnos: “Me gustaría que las últimas palabras que pronunciara en esta Academia, y en este lugar, fueran el nombre de Miguel Ángel”.
Reynolds también tenía la esperanza de llevar a Inglaterra la temática italiana, en particular la pintura mitológica e histórica. Sin embargo, los gustos británicos se inclinaron hacia los retratos. Los pintores extranjeros de los siglos XVI y XVII que habían trabajado en Inglaterra, como Hans Holbein y Anthony van Dyck, eran consumados retratistas, lo cual contribuyó a desarrollar el gusto por ese tipo de pintura.
Así pues, como su rival Gainsborough, Reynolds pintó retratos. La principal diferencia entre ambos estilos estriba en cómo hicieron posar a sus modelos y los integraron en el entorno. Los modelos de Gainsborough posan sentados para la ocasión mientras toman un té a sorbos. El fondo no es más que eso, un fondo, y no interactúan con él. En cambio, las figuras de los retratos de Reynolds casi siempre están haciendo algo, y aparecen ligadas al paisaje de forma dramática o poética.
En sus retratos de caballeros y damas inglesas, sobre todo a partir de 1760, Reynolds incorporó los paisajes descubiertos en el arte italiano. Le gustaba pintar a mujeres inglesas en escenarios de estilo italiano, realzados con una columna o busto griego, o con un arco o un relieve romano. Muchas de las damas retratadas llevan una túnica romana vaporosa y hacen gestos grandilocuentes o poéticos. A Reynolds le gustaba tanto Romano que tomó prestadas poses e incluso figuras de sus pinturas. Tal y como él mismo dijo, “el genio … es hijo de la imitación”.
En Lady Sarah Bunbury haciendo una ofrenda a las gracias, el pintor transforma a lady Bunbury en una sacerdotisa romana de la clase patricia. Cualquier defecto en la fisionomía de la mujer ha sido corregido. Está tan idealizada como una madonna de Rafael.
Los hombres retratados por Reynolds generalmente aparecen en un marco heroico. Por ejemplo, el almirante británico Augustus Keppel, que luchó en la guerra de los Siete Años y en la guerra de Independencia de Estados Unidos, avanza con paso firme por un oscuro camino de piedra, con un paisaje gótico y un mar tempestuoso de fondo.
Hogarth, Gainsborough y Reynolds crearon una extraordinaria escuela inglesa de pintura, tal y como Reynolds había deseado. La siguiente gran escuela de artistas ingleses, la Hermandad Prerrafaelita, surgió como expresión del rechazo a los logros de estos tres pintores, principalmente la estética de Reynolds.